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El sotocoro del convento de San Francisco luce desde ayer un espectacular mural de la Santísima Trinidad pintado al fresco por el artista laredano Javier Hoyos Arribas. Decenas de pejinos acudieron a la bendición de una obra realizada durante meses según marcan los cánones de la técnica pictórica por antonomasia para este tipo de formato en iglesias y monumentos.
La escena central está ocupada por las figuras del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, de los que emana una luz que atrae la atención del espectador. Los ojos del Cristo sentado sobre el trono celestial atrapan la mirada del observador sea cual sea el ángulo desde el que se observen.
A sus pies, el orbe que simboliza la obra de la Creación. A su derecha (izquierda para quien mira) el artista ha plasmado una representación del pueblo devoto, en el que los antiguos profetas simbolizan la continuidad de la religión, con personas jóvenes y mayores y una referencia explícita a las Madres Trinitarias que desde 1884 están al frente del templo construido en el siglo XVI por los franciscanos que residían extramuros en el paraje de Barrieta.
Precisamente los dos personajes más próximos a la divinidad son San Francisco –bajo cuya advocación está la iglesia–, que aparece junto al lobo de Gubbio; y San Juan de Mata, fundador de la orden Trinitaria para la redención de los cautivos, que esgrime un grillete liberador entre sus manos.
Al otro lado se han representado a «los preferidos» de Cristo, un retazo de «la Humanidad que sufre», encarnada por niños abandonados, personas desamparadas, pobres, ancianos y enfermos. Desde el margen, un ángel interpela con la mirada a quien se planta frente al mural, esperando una respuesta.
La obra, que podrá ser disfrutada durante el horario de apertura del templo, ha sido posible gracias al mecenazgo del también laredano José 'Pepín' Martínez Revuelta. Su altruismo hizo posible materializar una vieja aspiración en la que el arquitecto Miguel Ángel Montes destacó por su persistencia.
La culminación de este desafío artístico ha requerido de largos meses de preparativos, antes de acometer su ejecución definitiva. Tal y como explicó el propio autor, «la principal dificultad, y la más conocida, es el poco tiempo que hay para pintar tras el largo proceso de preparación». En este sentido, destacó que «hay que pintar en una carrera contra el tiempo, sin lugar para la improvisación, donde cada pincelada tiene que estar prevista de antemano».
A modo de curiosidad, el ritmo de avance de la fase final es de «una cabeza por día», lo que da idea de la complejidad del trabajo. Localizar entre el entorno del artista a aquellas personas dispuestas a ejercer de modelo fue otro de los retos resueltos de manera magistral. Anécdotas de una obra que ya forma parte inseparable del patrimonio pejino.
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