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Corría el año de nuestro señor de 1556. El emperador del Sacro Imperio Romano Germánico y baranda de la monarquía hispánica; la pera limonera, ya no lo era. Regresaba Carlos V a las Españas en su última travesía antes de su anunciado retiro en el Monasterio de Yuste. El peso de las coronas había socavado sus fuerzas y su ánimo y ya era tiempo de descansar. Acababa de abdicar un imperio en su hermano Fernando y ya era tiempo de que su hijo Felipe asumiera la hercúlea tarea de dirigir el otro. Su tiempo había pasado, pero no así su vida, y agotado por años de intrigas y guerras solo anhelaba regresar a la que había convertido en su patria para retirarse en Cáceres arreglando relojes, o lo que quiera que hagan los emperadores jubilados para matar las horas. Sin embargo, le quedaba una última prueba: un infausto viaje de regreso en el que un temporal imposible amenazó a la flota. Tanto que hasta el más curtido marino temió que no llegaran nunca a puerto. Así lo cuentan las crónicas de la época:
«De tan magno e tempestuoso modo se rebelaron los elementos que el rey llegose a temer por su vida. Sintió incluso cómo sus entrañas se revolvían y sublevaban, amenazando con abandonar su propio cuerpo. Calendas y calendas de infausta travesía y la nave azotada socavaban su entereza. Sus castigados huesos acusaban la mayor tempestad que los tiempos conocieron. Cuando al fin la flota arribó a la costa montañesa, apresose su magna alteza con brío a comprobarlo y encomendó, temiendo que el navío zozobrara ante lo audaz de la maniobra de atraque, su destino al Todopoderoso. Al abrazar finalmente tierra firme, su majestad imperial, henchida de júbilo y presta de ánimo, recobró de pronto sus fuerzas y clamó con brío una salve en agradecimiento.
Naturalmente, el párrafo anterior es solo una fantasía. Jamás se produjo tal episodio y nunca se escribieron esas líneas, pero bien podrían ilustrar la vieja leyenda que asegura que el nombre de la playa de La Salvé, en Laredo, se debe a estas palabras de Carlos I de España y V de Alemania, que no era ni de España ni de Alemania y que cuando desembarcó en la villa pejina no era ya ni primero ni quinto:
«Salve, madre común de todos los mortales, a ti vuelvo, desnudo y pobre, del mismo modo que salí del vientre de mi madre. Ruégote este mortal despojo que te dedico para siempre, y permite que descanse en tu seno hasta aquel día que pondrá fin a todas las cosas humanas». Al menos ese texto exhibe la placa que adorna el antiguo edificio del Ayuntamiento de Laredo, las mismas que pronuncia el actor que año tras año interpreta al monarca en la representación del desembarco.
La frase aparece por primera vez en la ampliación de la 'Historia general de España' de Juan de Mariana. a cargo de José Manuel Miñana (1671-1730). Es decir, siglo y medio después de que Carlos I hiciera su último viaje marítimo. Pero aunque la creencia tiene siglos de antigüedad, y así se ha mantenido por el boca a boca y cierto empeño historiográfico, su persistencia en el tiempo no le da, si nos ponemos tiquismiquis, carta de naturaleza, y mucho menos de veracidad.
Existe otra versión: en realidad el viaje había sido bastante plácido, pero, al parecer, en el momento de arribar a puerto estaba a punto de desatarse una terrible tormenta. Consciente de ello, el rey, al llegar al muelle –que no a la playa–, desembarcó lo más rápido que pudo, castigado por los años, la travesía y la vida, y gritó ufano y divertido: «Salvé».
Existen así dos versiones sobre el nombre de la playa: bien por el salmo a la Virgen o sencillamente por el gracejo que siempre caracterizó a los Habsburgo. Ninguna de las dos es cierta, porque se sabe con certeza que la playa de La Salvé ya tenía ese nombre en el siglo XV.
La culpa la tiene una crónica de Lope García de Salazar en su 'Libro de las buenas andanzas e fortunas', escrito entre 1471 y 1476, que dice así: «E pasados estos godos el sable del salve, dixieron, 'a salvo somos', e por eso llamaron e llaman Salve».
Quizá esta última historia tampoco explique más allá del mito o la leyenda el nombre de la playa. Etimológicamente, también podría responder a una deformación de sable, que es como se denomina en el norte a los largos arenales. Demuestra, en cualquier caso, que ya se denominaba así en aquellos tiempos. Lo que sí está claro, y de eso no cabe ninguna duda, es que el 'former imperator' nunca pisó la playa de Laredo, sino que desembarcó en el antiguo puerto, como por otra parte resulta lógico para un séquito como el suyo. No debía estar el bueno de Carlos para mucho baño de ola.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
José A. González y Álex Sánchez
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