Secciones
Servicios
Destacamos
Año de Maricastaña. Liébana entera duerme bien de madrugada. La fresca da una tregua al calor estival y los oscuros senderos están ya desiertos. Nada fuera de lo corriente en la tranquila y plácida noche de verano. La vega está en calma.
De pronto, unos ... cascos resuenan. Reverberando con un profundo eco por todo el valle donde hay caminos de piedra; amortiguados por la tierra húmeda y la vegetación allí donde la caballería se lanza campo a través. Dos jinetes enfilan Cabezón de Liébana embozados en finas capas y alguna ropa de abrigo con las monturas al galope, desafiando los peligros de la noche. No solo los que puedan esconder la ruta, sino una oscuridad que hace muy arriesgada la carrera por los escarpados y traicioneros senderos lebaniegos.
Llegan a paso de carga por el camino hacia Castilla escudriñando el horizonte. El primero, marcando el camino como un precipitado explorador urgido por las prisas. El segundo, a rebufo y acompañado sobre la montura más recia por una joven abrigada con una gruesa capa a la que, asida por una cincha, sujeta con fuerza con el brazo izquierdo. No dejan ver sus caras.Sus paños apenas dejan espacio para los ojos, parapetado el resto de su rostro por las campas y sombreros bien calados. Tampoco el de la mujer, cubierto por completo por su manto en el regazo del caballero.
De pronto alcanzan las primeras casas de Cabezón. Con la misma prisa que todo el viaje, el guía descabalga y golpea con fuerza las puertas con el pomo de su espada. Tardan en abrir. Un joven se asoma furtivamente por la ventana asustado por el estruendo. Trata de ocultarse, pero le descubren pese a la tenue luz. El temor comienza a desvanecerse cuando le explican que buscan a un sacerdote. Ya convencido o por temor a las represalias, el mozo sale de la casa y les guía a lomos del otro caballo a la casa del párroco.
El cura les recibe con el mismo sobresalto, pero los desconocidos insisten mientras descabalgan, entre la vehemencia y la angustia, en que les reciba. No buscan acogerse a sagrado. Cuando al fin les abre la puerta de su modesta pero amplia casa, uno de los jinetes se le aproxima y le ruega que escuche a la mujer que les acompaña, pálida y desfallecida, en confesión. Ella misma insiste en la súplica con una voz tenue y apagada; casi un suspiro o un lamento.
Solícito, el religioso indica al porteador que recueste a la dama en un pequeño jergón de la casa bajo un gran crucifijo y pide a los hombres que se alejen para respetar el secreto. Con sus últimas fuerzas, la moribunda se arrodilla y entona el 'Ave María, purísima'. Apenas necesita unos minutos la moza para, con un hilo de voz, musitar sus pecados al padre, que le concede la absolución.
Acto seguido, se vuelve y asiente a los caballeros. «Tomad estas monedas, para sufragios por el alma de esta joven infeliz», le dice uno de ellos mientras le entrega una gruesa y pesada bolsa de monedas. Apenas ha terminado de pronunciar esas palabras cuando se escuchan un suspiro y un golpe. La joven, al límite ya de sus fuerzas, acaba de caer muerta sobre el suelo.
En medio de la estupefacción del sacerdote y el mozo, los dos jinetes aprovechan la confusión para abandonar a prisa el zaguán, montar con celeridad en sus caballos y emprender de nuevo el viaje a galope sin dar testimonio ni de su identidad ni de la de la desdichada.
Movido por la fe y la piedad, el párroco cumplió sus deseos, ofició las exequias y reposo y le dio cristiana sepultura. Con el caudal recibido, erigió una sobria ermita cerca del río Bullón que aún hoy se mantiene en pie a la que ordenó trasladar una vez construida los restos de la dama desconocida, mientras obligado por el secreto de confesión custodiaba hasta su muerte las últimas palabras de la infortunada y anónima mujer.
Así narra la leyenda la historia de una de las ermitas de Cabezón de Liébana, en concreto la más alejada de la carretera y próxima a su vez al río. O al menos así la narró, a su manera y con otras palabras, Ildefonso Llorente Fernández (Segovia, 1835-Ávila, 1905), leonés que en su infancia escuchó el relato en boca de su madre lebaniega.
Décadas después se la contó a un amigo en una visita al valle y como él mismo relata le anunció: «La voy a publicar escrita en verso y sin meterme a indagar lo que hay en ella de verdad y lo que hay de ficción, contentándome con referir lo que se me ha referido». Cumplió su palabra y lo hizo en 'Recuerdos de Liébana', (Madrid, 1882) –aunque no en lo del verso–, la recuperó el proyecto Descubre Leyendas, de la Universidad Complutense, y nada más se sabe del asunto.
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Estos son los mejores colegios de Valladolid
El Norte de Castilla
Publicidad
Publicidad
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.