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Lunes, 10 de octubre 2022, 07:16
Carmen González Lamadrid, natural de Bárago (Vega de Liébana), falleció recientemente en Sevilla a los 95 años de edad. Carmen fue la más pequeña de ... nueve hermanos. Nació cuando su madre ya había cumplido 44 y su hermana mayor, Maximina, a la que siempre estuvo muy unida, acababa de llegar a los 21. La acogió con mucha alegría y durante toda su vida sintió gran debilidad por ella. Por eso insistió ante sus padres para que estudiase Magisterio, carrera que ella misma acababa de finalizar, y así fue como se convirtió en maestra.
Toda su larga vida sintió un gran orgullo por su profesión, y relataba sus recuerdos de la carrera como los más agradables de su juventud. Para ella era muy importante la formación académica e intelectual, si bien debido a su matrimonio renunció a su carrera para trabajar al lado de su marido, Julián, natural de Soberado, también en Liébana, que se había trasladado a Sevilla en su adolescencia para trabajar en el sector de los ultramarinos.
Es así como a los 24 años, en 1952, Carmen se traslada a Sevilla, recién casada, después de haber ejercido durante dos años su profesión en el norte. En la capital hispalense empezó la etapa más fructífera de su vida, lejos de sus siempre añorados familia y terruño.
Estuvo al lado de su marido en todos los negocios que él emprendió, y mientras tanto tuvo siete hijos, a los que enviaba a Liébana en verano, de uno en uno, cada vez que era posible, pues siempre quiso que conocieran sus raíces, de las que ella estaba tan orgullosa.
Su pueblo estuvo siempre en su boca: «en Bárago se hace así», «en Bárago se dice así», «en Bárago me enseñaron así»…, y en Bárago sigue viviendo su mejor amiga y cuñada, Araceli, a la que ha nombrando hasta el final pues su fidelidad ha sido remarcable. Durante su enfermedad, Carmen ha estuvo acompañada por sus siete hijos, sus 24 nietos y sus 15 biznietos, a los que nunca dejó de escuchar con interés y dedicación.
Julián Gómez Pando, el hombre por el que dejó todo cuanto amaba y conocía para instalarse en una tierra donde, según sus palabras, los meses de julio y agosto «estaban de más» por su calor aplastante, llegó a Sevilla desde la 'Montaña' a los 16 años en busca, como tantos otros, de un futuro mejor que el que le esperaba allí, donde el destino le hizo nacer muy pobre en recursos, aunque rico en ambición e inteligencia. Hombre de pocas palabras y mucha acción, su lema era «aprovechar el tiempo al máximo. No estar nunca mano sobre mano». Su tienda estaba en el bajo de la casa donde vivía con su gran familia y los dependientes internos, y al llegar te recibía el olor a quesos y jamones. Por la noche, muy tarde, subía con un montón de papeles bajo el brazo, cuando todos descansaban, pues tocaba hacer la contabilidad.
Carmen fue su gran compañera. La conoció en la escuela y cuando estuvo preparado para «establecerse», como se decía cuando un dependiente montaba su propia tienda, la reclamó mediante cartas que la convencieron para casarse con él. No hay espacio para contar las vicisitudes que le acompañaron toda su vida para lograr levantar una empresa que ahora regentan sus hijos y que cuenta con más de 250 empleados y 18 establecimientos de restauración. Su inteligencia, visión de futuro, voluntad de superación y sacrificio, el deseo de que sus hijos no pasaran necesidad, capacidad de trabajo, trabajo y trabajo, algo de suerte y la ancha sombra de una mujer dispuesta a hacer lo necesario para que su marido fuera feliz, lograron el milagro de que aquel niño pobre nacido en Soberao en 1922, dejara en Sevilla la huella de los grandes hombres.
Su deseo a la hora de su muerte, ocurrida en 1988 cuando contaba 66 años, se ha cumplido pues Carmen siempre veló para que así fuera, y hoy, cuando los artífices han desaparecido, su sueño de gran empresario es alimentado por sus hijos y nietos.
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Ana del Castillo
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