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Muchos de los recuerdos que albergan los vecinos más longevos de Cabezón de la Sal sobre la historia del municipio se sostienen sobre la comunidad religiosa de las Hijas de la Caridad. Cada uno tendrá su memoria y ninguna coincidirá con la del resto, pero el telón de fondo de este imaginario colectivo será la presencia de las monjas, algo que resulta fundamental para entender el desarrollo cultural del municipio. Sin embargo, hasta las historias más nobles, como es esta de dedicación al prójimo, tienen su final. Después de más de 130 años en Cabezón de la Sal, el Consejo Provincial ha decidido poner fin a la presencia de las Hijas de la Caridad en Cabezón por «la avanzada edad del conjunto de las hermanas, la falta de vocaciones y la carencia de personal de relevo». En la actualidad, tan solo quedan dos religiosas en la Residencia Sagrada Familia de Carrejo. También ellas terminarán yéndose pronto.
Así lo ha anunciado el presidente de la Fundación Igareda y párroco de Ontoria, Daniel de las Cuevas, quien lamenta «el terrible vacío» que va a suponer la desaparición de la congregación en el municipio. «Significará la ausencia de un referente y de alguien a quien poder acudir sabiendo que te va a escuchar sin esperar nada a cambio», relata. Esa atención desinteresada y la capacidad de ayudar a los que más lo necesitan es la seña de identidad de las Hijas de la Caridad. Lo han demostrado en Cabezón de la Sal durante los últimos 130 años. Desde el 6 de diciembre de 1888, cuando se presentaron por primera vez en la localidad cuatro jóvenes y sacrificadas religiosas con el objetivo de cumplir la voluntad del difunto Pedro Igareda y Balbás, un jándalo que decidió destinar parte de su fortuna a la educación de los niños y niñas del municipio y al cuidado de ancianos y enfermos -de ahí la existencia de la Fundación Igareda-.
Por aquel entonces, las cuatro monjas daban clases a los menores de Cabezón en el actual edificio consistorial -tal y como explica el expárroco Ricardo Aguirre en sus apuntes de 1999 titulados 'La Fundación Igareda de Cabezón de la Sal: cien años en la enseñanza y en la atención a los ancianos'-. A las niñas les enseñaban a leer, a escribir, a rezar y a realizar todas aquellas tareas que consideraban debían desarrollar las mujeres. Al mismo tiempo atendían a enfermos y ancianos. Era un Cabezón en blanco y negro, de calles sin asfaltar y campos que se araban con caballerías. A comienzos del siglo XX, las religiosas se trasladarían al colegio Sagrado Corazón, donde continuarían realizando su labor pedagógica durante más de cien años. Con ellas coincidió Dorita Zamanillo, exprofesora del centro, que nombra a las monjas en una especie de montaña rusa temporal, «porque ya no sé si confundo a las del principio con las del final». Se acuerda perfectamente de «la monja cubana, de sor Alicia, que daba clases de piano e infantil, de sor Francisca y de sor Encarnación», explica mientras señala algunas caras en fotos antiguas. En la memoria de todas las vecinas de Cabezón hay una sor. En la de Milagros Gutiérrez, antigua alumna del Sagrado Corazón, está sor Ángeles, «que nos pegaba un cachete si pasábamos al patio de las internas», y sor Margarita, «que nos dejaba poner el tocadiscos los domingos». Recuerdos endulzados por la distancia del tiempo. Aunque todo lo que gira en torno a las Hermanas de la Caridad parece feliz, también hubo momentos difíciles, como en la posguerra, cuando ellas mismas labraban la tierra para poder alimentar a las personas que tenían a su cargo. «En aquellos años los recursos eran escasos y trabajaron como auténticas heroínas para sacar adelante a los ancianos y paliar las carencias que soportaban», relata el presidente de la Fundación. «Lo hacían por amor a Dios y al pobre, algo que hoy en día no está muy de moda», apostilla.
La llegada de otras cuatro religiosas en 1897 propició que la labor de cuidado y enseñanza se ampliase a la pedanía de Carrejo, donde más tarde se construiría la Residencia Sagrada Familia. Allí quedan hoy dos monjas que prefieren no hablar con la prensa, como si hubieran decidido existir siendo parte de una congregación sin nombres propios. Pronto se irán, «como lo han ido haciendo las anteriores». La Residencia de Carrejo quedará entonces un poco más huérfana, porque entre sus paredes «se ha llevado a cabo la verdadera beneficencia». Otro término difícil de encajar en la actualidad.
«Si no fuera por la colaboración entre las Hijas de la Caridad y la Fundación Igareda, hoy en día no existiría el Colegio Sagrado Corazón ni la residencia», opina Santiago Ruiz de la Riva, exalcalde de Cabezón de la Sal. «En ese colegio se educó mi padre, me eduqué yo, mis hijos y mis nietas». La presencia de las hermanas en el centro educativo finalizó en 2010. Les hicieron un merecido homenaje «porque gastaron sus fuerzas sirviendo a niños, jóvenes y ancianos». Ahora vuelven a marcharse. Esta vez del todo. «El pueblo de Cabezón no es consciente de lo que pierde», señala Dorita Zamanillo. «Es una grandísima pena, porque hablamos de personas que se han dedicado única y exclusivamente a los demás, con sus fallos y sus aciertos».
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