Criada despechada mata al amo en Ubiarco
Regreso al lugar del crimen (7) ·
En 1953 Josefa Velasco asesinó y descuartizó a hachazos a Adolfo García y luego tiró sus restos por el acantilado de la ermita de Santa JustaSecciones
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Regreso al lugar del crimen (7) ·
En 1953 Josefa Velasco asesinó y descuartizó a hachazos a Adolfo García y luego tiró sus restos por el acantilado de la ermita de Santa JustaHacía dos años que Josefa Velasco trabajaba como sirvienta en Sarón para los Anuarbe García, pasando también temporadas en la casa de veraneo que poseían en Ubiarco (Santillana del Mar). Todo iba bien. Tan bien que la joven se había ganado su cariño a tal punto que le prestaban dinero frecuentemente para hacer frente a tantas desgracias familiares que la infortunada muchacha decía padecer, a sus serios problemas de salud… Le aguardaba un buen futuro a la chica, de 25 años y natural de Reocín, porque su señor, don Adolfo, había prometido ponerle una granja avícola en el terreno aledaño a la casa de Ubiarco para que pudiera ganarse la vida y dejar de servir. Pero Josefa estiró tanto la cuerda de la confianza que un buen día se quebró. Se acabó el sueño de la cría de patos. Y de Ubiarco, ni hablar más. Adolfo García cogió un autobús desde Sarón y se fue él solo al caserón para cerrarlo y saldar facturas pendientes en este pueblo costero. Aquí terminó sus días, a los 62 años de edad. La sirvienta fue tras él. Le mató a hachazos, desmembró su cadáver y tiró los restos al mar por el acantilado de la ermita de Santa Justa. Era el 25 de marzo de 1953 y Josefa Velasco acababa de ejecutar un asesinato que pasó al imaginario colectivo como un crimen pasional de un ama de llaves despechada por un amor no correspondido por el señor. La verdad oficial, sin embargo, es bastante más prosaica.
Esta es una historia con un trasfondo de avaricia, mentiras, frustración y ataques de histeria, detrás de un crimen tan brutal e impactante como el paisaje en el que ocurrió, que ha inspirado novelas como 'Puerto escondido' (2015), de María Oruña, y que forma parte del catálogo de la crónica negra de Cantabria, recogido en libros como 'Crímenes nada ejemplares' (2013), de José Ramón Saiz Viadero.
Josefa Velasco procedía de una familia complicada -padre muerto de forma prematura, madre maltratadora con problemas de alcoholismo, dos de sus siete hermanos fallecidos- y llevaba desde los trece años sirviendo en casas. En 1951 empezó a trabajar en la de Sarón, en la que vivían Manuel Anuarbe Barreda y su cuñado, Adolfo García Fernández, cuya esposa, de la que estaba separado, residía en Madrid.
La empleada doméstica arrastraba un pasado difícil y un historial de ingresos en el pabellón 20 de la Casa de Salud de Valdecilla. Padecía, según las crónicas de la época, diversas «perturbaciones mentales» que se manifestaban con «ataques tumultuosos y delirios oníricos». Le había ocurrido varias veces, también durante sus estancias en hogares de Torrelavega en los que trabajaba. Pero en esta nueva casa se sentía a gusto. Ella les contaba sus penas y ellos se compadecían de su infortunio, concediéndole los préstamos que Josefa les pedía para hacer frente a tantos avatares. En dos años acumuló 15.000 pesetas. Unas veces les decía que necesitaba 2.000 para afrontar otra muerte en su familia, o para adquirir una parcela con la que asegurar su porvenir, o para liquidar la herencia de sus padres, otras para operarse del estómago… Eran, según la sentencia que ha podido revisar este periódico, «fingidas desgracias familiares y enfermedades supuestas» que le funcionaban muy bien. También solicitó pasar más tiempo en la casa de Ubiarco, que Adolfo visitaba a menudo estando ambos a solas, porque los médicos le recomendaron reposo y estancia próxima al mar. En el pueblo hizo amigas y soñó su futuro al frente de una granja avícola que el dueño le prometió construir para ella...
Así pasaron los meses, acumulando desgracias -llegó a decir que en ocho meses se habían muerto seis miembros de su familia-, a saber si alguna verdadera… Hasta que a Josefa se le antojó una radio para entretenerse en Ubiarco y pidió otro préstamo a los Anuarbe García: 3.500 pesetas. Fue la gota que colmó el vaso. Se habló del asunto en la familia y entre todos decidieron acabar con esta escalada pedigüeña. El 15 de marzo fueron a buscar a la muchacha para llevarla de vuelta a Sarón. Se le deja caer en ese momento que el proyecto de la granja queda suspendido «porque no es conveniente para los intereses de la familia». En los días siguientes comenzaron a llegar al hogar de los Anuarbe cartas procedentes de Ubiarco reclamando cantidades por adquisición de distintos suministros. Crece la desconfianza. El disgusto se apodera del ánimo de Josefa. Su trama estaba a punto de descubrirse…
El 24 de marzo, Adolfo decide tomar un autobús y desplazarse a Ubiarco para cerrar la casa de forma definitiva y liquidar aquellos gastos de la criada, con vistas a marcharse una temporada a Madrid. Desde Sarón, Josefa veía cómo su castillo de naipes se desmoronaba. Y contó la enésima mentira: debía marcharse urgentemente a Torrelavega porque el único familiar que le quedaba vivo -una cuñada- estaba gravemente enferma. Pero lo que hizo fue llamar a un taxi y poner rumbo a Ubiarco. Debía encontrarse con don Adolfo y exigirle el cumplimiento de su promesa. Llegó por la noche a la casa, dejando muy sorprendido al señor. Le dijo que había ido a buscar sus ropas. Era tarde. Ambos se fueron a dormir.
25 de marzo, 09.30 horas. Josefa está en la cocina. Observa a don Adolfo saliendo de uno de los retretes. Aprovecha para preguntarle «por qué no le ponía la granja prometida, contestándole don Adolfo que no pensaba hacerlo», según los hechos relatados en la sentencia. Y aquí se desencadenó la tragedia: «Excitada la procesada por tal respuesta negativa cogió rápidamente un hacha que en la cocina se encontraba, y de improviso, inesperadamente (...) le dio con ella un primer golpe en la frente (...)». El hombre cayó al suelo y Josefa siguió dándole hachazos en el cráneo «que le causaron la muerte instantánea».
Adolfo García Fernández, la víctima del crimen de Ubiarco, era el tío bisabuelo de Antonio Higuera Anuarbe, que pertenece a la quinta generación de esta familia originaria de Sarón (Santa María de Cayón) y la cuarta de farmacéuticos. Posee la farmacia de su mismo nombre en el mismo pueblo en el que, hace más de un siglo, fundó la primera el padre de Adolfo, Tiburcio García, titular de la primera botica de Sarón. Después continuó al frente del negocio un hermano de Adolfo, Francisco García. El tercer farmacéutico de la familia fue un sobrino, Agustín Anuarbe, y desde hace treinta años la lleva Antonio. Sus hijos, que estudian farmacia, perpetuarán la saga de farmacéuticos. «En mi familia no se hablaba del crimen, siempre fue un tema tabú. Recuerdo reuniones con mi abuela en la que mis primos le preguntaban por el tema y ella no quería comentar nada. No sé por qué, para evitar rememorar un hecho tan escabroso», comenta Antonio Higuera. Él sabe «de oídas» algunos detalles del crimen que acabó con la vida de su antepasado, «se piensa que fue un crimen pasional, mi madre decía que en aquella época se hablaba de un amor no correspondido entre los dos, a pesar de la diferencia de edad. Es lo que se comentaba, que él estaba en el baño y ella le estaba esperando con un hacha... Sus restos aparecieron en la playa». La madre de Antonio era una niña cuando todo ocurrió y no recuerda haber tenido contacto con Josefa, pero sí le vienen a la memoria escenas felices de la familia reunida en la casa de Ubiarco por las fiestas de San Agustín.
Josefa era una joven bajita y delgada. Poco cuerpo que sin embargo escondía una fuerza descomunal. Dicen quienes la conocieron que «aunque era muy pequeñuca tenía una veta…», que lo mismo desbrozaba el monte que cargaba grandes pesos o arreglaba el tejado. Lo cuenta Adriano Fernández, un vecino de Ubiarco de 89 años que por entonces era un joven albañil que en una ocasión tuvo que ir a reparar las tejas mal colocadas por la criada en el caserón de la playa.
Viene a cuento la memoria de Adriano porque los días siguientes al crimen se especuló largo y tendido sobre si la autora del asesinato pudo haberlo hecho todo sola o contó con cómplices, instigadores y encubridores: Tras matar al señor, un hombre alto y corpulento, lo subió por las escaleras al desván y lo dejó allí varias horas, mientras ella retomó sus quehaceres y salidas al pueblo. Al atardecer regresó a la casa y lo volvió a bajar hasta los retretes, le seccionó las piernas con la misma hacha, izó el tronco mutilado a una ventana, desde allí lo tiró al exterior y amparada por la oscuridad de la noche lo cargó al hombro caminando unos quinientos metros hasta la ermita de Santa Justa. Llegada al límite del acantilado, lo arrojó al mar. De regreso, hizo lo propio con las piernas.
Josefa, tan experta en mentir por lo que consta en los documentos del caso, no urdió ningún plan ni montó coartada para eludir su responsabilidad. Más bien al contrario. En cuanto perpetró el asesinato, y antes incluso de deshacerse del cadáver, sobre las 11.00 de la mañana de ese mismo 25 de marzo salió a contárselo a las vecinas. «He matado a don Adolfo».
Así se lo dijo a Micaela, conocida en Ubiarco como 'La Grucha', que estaba lavando en el río. «No digas eso ni en broma», consta en las diligencias que le contestó su amiga, «vete». Y Josefa se fue a la casa de la hermana de La Grucha, Epifanía, que estaba ordeñando las vacas, a contárselo a ella también. Siguió Josefa su periplo autoincriminatorio, mientras las hermanas informaban a la junta vecinal. Siguiente parada: el matrimonio formado por Bernardo y Rosa, a los que también dio cuenta del asesinato.
Luego pasó la tarde sola en la casa, ocupada en cortar las piernas del difunto y revisar sus ropas y muebles, apoderándose de dos mil pesetas y de un reloj. Esperó al anochecer para levantar el tronco, apoyarlo en el quicio de una ventana, tirarlo al exterior y emprender con él al hombro el camino hacia la ermita, recorrido que hizo otra vez con las piernas. Arrojados todos los restos a las olas, regresó a la casa y se echó en la cama. Así la encontraron de noche cuando acudió la Guardia Civil una vez advertida por el alcalde de Ubiarco, Juan Manuel Ruiz, y otros miembros de la junta vecinal como Floreano y Agustín. Fueron a buscar el cadáver que ella fue contando por el pueblo que tenía en el desván. Pero lo único que encontraron fueron las manchas de sangre y el arma homicida en el pasillo. Ella, «tranquilamente», confesó.
Fueron días terribles en Ubiarco. Al horror de la noticia hubo que sumar que Josefa -no constan los motivos- incriminó a varios vecinos, a los que acusó de haberla ayudado a deshacerse del cadáver y a limpiar los rastros del crimen. Josefa fue puesta a disposición del juez instructor de Torrelavega y en un principio estuvieron procesadas varias personas -uno, Bernardo, estuvo detenido como cooperador en el descuartizamiento y posterior traslado de los restos al acantilado-, mientras la autora del asesinato iba modificando su versión, inculpando a unos y exculpando a otros...
El rumor de que el despecho por un amor no correspondido pudo estar detrás del crimen se fraguó cuando ella, en una de sus declaraciones ante los investigadores, aseguró que había mantenido relaciones sexuales con don Adolfo: «(...) llegó a tener acceso carnal con la que declara, prometiéndola que no se preocupase pues no le faltaría de nada, y que le pondría una granja a su nombre (...)»; historia que luego, también, negó: «(...) Rectifica lo siguiente: que no es cierto que el finado se acostase en ninguna ocasión con la que declara ni hubiese tenido propuesta alguna a estas relaciones, teniendo por ello las relaciones propias entre dueño y sirvienta (...)».
Se dictó su ingreso en prisión provisional a la espera de juicio, que se celebró en el mes de julio. Librados los demás procesados durante la instrucción de toda culpa, solo ella compareció como acusada de los delitos de asesinato y hurto. Su abogado pidió la absolución por la enfermedad mental de la joven, que los peritos definieron como «personalidad de fondo histérico», un mal «de tipo congénito». Pero se llegó a la conclusión de que esos ataques de histeria no mermaban su capacidad de discernimiento, que no concurría ninguna circunstancia modificativa de la responsabilidad criminal y fue condenada a 30 años de reclusión mayor, en sentencia firme.
La mar arrojó a la orilla el tronco de don Adolfo al día siguiente, 26 de marzo, hallazgo del que se hizo eco la prensa nacional. Dos días después una mujer llamada Severiana encontró en la playa una pierna derecha, cortada por encima de la rodilla y calzada todavía con un calcetín y una alpargata. La otra nunca apareció.
La casa de Adolfo García se rebautizó como la 'casa del crimen' y formó parte del paisaje de Santa Justa durante décadas, alquilada para veraneantes por los herederos del difunto. Era una casona blanca de tres alturas con las ventanas verdes, que curiosamente se comunicaba por un puente con una fonda, un edificio de mayor tamaño dividido en apartamentos, que durante años gestionó el matrimonio formado por Bernardo y Rosa. El Ayuntamiento de Santillana del Mar la derribó en el año 2006. De los dos edificios, que miraban al mar, solo quedan parte de unos muros, que se aprovecharon para consolidar el área recreativa, el mirador y el paseo peatonal que ha transformado para siempre la playa de Santa Justa.
Adriano conoce palmo a palmo el paraje, al que sale a pasear siempre que el tiempo lo permite. Recibe de buen grado a este periódico en el hogar que comparte con su hija Juli y su nieto, Rubén, a la entrada del pueblo de Ubiarco, dispuesto a compartir sus recuerdos. «Me acuerdo de la asesina y de la víctima, eran gente normal, qué se yo qué pasaría entre ellos. Decían que él le había prometido ponerle unas gallinas para que ella las atendiera y que no lo hizo, y lo mató en venganza». Adriano estaba «recién licenciado» cuando un día Josefa requirió sus servicios de albañil para arreglar el tejado porque tenían goteras. «Me subí y vi que ella ya había intentado repararlo, pero había colocado las tejas al revés», cuenta, «que era muy pequeñuca, pero tenía genio y mucha veta». Y le ha quedado grabado un detalle de aquel día, «la chimenea estaba que zumbaba. Las vecinas iban a tomar café allí», dice, eran las épocas en las que ella estaba sola en las que aprovechaba para hacer vida social con las jóvenes del pueblo.
Sobre la teoría del crimen pasional, Adriano también lo había escuchado: «decían que estaban juntos, que vivían a temporadas allí, un poco alejados de los vecinos. A saber. Hay muy malas lenguas». También rememora los días en los que varios vecinos fueron investigados por su posible participación en el asesinato, entre ellos estaba un cuñado suyo: «Cerca de allí vivía Pablo García, que se casó con una hermana mía. A él le molestaron con el tema pero mucho».
Paseando hacia el enclave, Adriano va señalando, «en esa casa vivía 'La Grucha', y allá estaba 'el emparrao', un rincón bajo parras en el que se estaba la mar de bien... Y de aquella pared, bajabas cuatro pasos y llegabas a la casa del crimen (...)». Y señala a lo lejos la emblemática ermita de Santa Justa, semiexcavada en la roca: «Josefa fue caminando hasta allí y tiró el cadáver desde delante del patio de la ermita».
Se puede leer la nostalgia en los ojos de Adriano, que va dibujando cada rincón que ya no está. «Venía la gente de excursión a la casa del crimen, que con ese nombre se quedó», rememora. Con los años los 'okupas' tomaron el inmueble y el deterioro se apoderó de aquellas paredes. No obstante, el peregrinaje de curiosos no cesó hasta el derribo y hasta se convirtió en un punto de interés más para los aficionados a las ciencias ocultas, que buscaban escuchar a la víctima en psicofonías y experimentar esa 'energía' que supuestamente conservaba la casa. Fue, también, escenario de un reportaje de Antena 3 sobre 'Las casas encantadas de Cantabria' emitido en el programa 'Alerta 112'.
Además de asuntos esotéricos o relatos de terror, este rincón de Ubiarco de singular belleza ha inspirado otras historias importantes, como la mencionada novela de María Oruña o como una película de Marisol rodada en el lugar a principios de los años setenta en la que participó el propio Adriano, «yo llevaba cables con el tractor, trabajando en el montaje durante el rodaje. Hubo que poner andamios y raíles en la carretera. Era una historia de maquis...».
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