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Las agujas del reloj marcan rectas las seis de la tarde. Hace calor, mucho, y de camino a la orilla del río Saja en Vernejo, Cabezón de la Sal, lo único que se escucha más allá del sonido ambiental de la fauna propia del lugar, son las pisadas de la periodista y el fotógrafo en el suelo empedrado. Un paso y otro y otro. Con el intenso calor da la sensación de que no avanzan. Al cabo de un rato, que se hace largo aunque puede ser corto, comienzan a oír las voces de la gente bañándose en el río. El lugar es un poco bucólico, en plena naturaleza, justo en el punto donde se encuentra la pasarela que une la pedanía cabezonense de Vernejo con el pueblo de Cos, en Mazcuerras. A cada lado del puente de madera, peatonal, por supuesto, hay tan solo vegetación. Y un poco más allá, de nuevo árboles, río y sol. Un sol que se derrite sobre el paisaje en tonos dorados y que pesa.
El río Saja se ha convertido en la alternativa perfecta para los vecinos de la zona en verano, sobre todo desde que empezó la pandemia. En esta tarde baja manso, ligero y con poca agua, como un espejo que refleja el rostro de la naturaleza. Apenas emite un rumor más bien agudo. Nada que ver con el Saja feroz que discurre por la cuenca en época de inundaciones y que desfigura todo lo que encuentra a su paso. Sin embargo, esa tarde de verano -en plena ola de calor- es una nevera en medio del desierto y suena como las teclas de un piano. Una familia de Cos disfruta ociosa en uno de los costados del cauce. Cuatro perros, cuatro niños y cuatro adultos. Llevan bañador y calzado adecuado para no resbalar en las piedras. Los perros escalan y saludan a los recién llegados. «¿Podemos haceos unas preguntas para un reportaje para El Diario?». «Sin problemas», responden.
Cristina Herrera, Rosa Eva Saiz, Ana Andrés y Jorge Crespo son de Cos, Ibio y Santillana del Mar. Acuden a bañarse al río con la prole y los perros de agua. Suelen ir bastante, aunque les gusta más la playa, pero allí no pueden llevar a los canes. «Así de sencillo y así de claro, si nos dejaran meter los perros en la playa estaríamos en la de San Vicente u Oyambre». A ver si así -saliendo en el periódico- cambian las cosas. Está difícil. «Además, manchamos más las personas que los animales». El agua parece fría, «pero está caliente para ser un río», afirman. Ni el indómito Saja se libra del tórrido calor. Niños y perros no dejan de entrar y salir y así va transcurriendo la tarde. «El entorno es estupendo y está bastante limpio». Realmente, reflexionan, «somos unos privilegiados por tener esto al lado de casa. Ya les gustaría a los madrileños o a los segovianos». Todos coinciden en que desde que tuvo lugar la pandemia «viene mucha más gente a bañarse al río, sobre todo chavales jóvenes». Como Amaya y Shaila, de 14 y 15 años, que llevan el pelo mojado y se tapan el cuerpo con una toalla. «Venimos para pasárnoslo bien un rato y es una forma de no tener tanto calor». Otros dos chicos las rondan, pero no dicen nada.
Se escuchan ranas y pájaros cantando. Al otro lado del río también hay gente. Son muchos los que pasean por la senda del Minchón a diario, excepto un martes de más de treinta grados. La belleza del conjunto contrasta con el panel informativo cuyo cristal está roto, en el que antes se observaba un mapa explicativo sobre el itinerario. Justo debajo, varias bolsas y latas vacías. Ya lo decía la chica, que el ser humano ensucia más que los animales.
Desde su construcción hace ya varios años, la pasarela que separa ambos municipios se ha convertido en una atracción que permite recrearse al aire libre, tan codiciado en los dos últimos años de pandemia. Gracias a este paso además se puede ir de un ayuntamiento a otro sin necesidad de dar la vuelta al valle, en menos tiempo y respirando aire limpio. Un lujo en estos tiempos difíciles de cambio climático y casi cuarenta grados en algunos puntos del Cantábrico.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
José A. González y Álex Sánchez
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