
La historia de la familia de los herradores de Comillas
El recuerdo. ·
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El recuerdo. ·
Representante de un oficio en extinción, Roberto Cobo fue objeto de un homenaje por la labor desarrollada en la zona occidental de la regiónRoberto Cobo tiene los ojos claros, entre un gris encendido y un azul apagado, y lleva la mirada del presente al pasado, una y otra ... vez. A ratos se emociona y una flecha de nostalgia parece atravesarle entero. El herrador de Comillas, de 85 años, fue homenajeado este verano por su labor -y la de su familia- en un oficio que Roberto heredó de su bisabuelo. Herrar animales fue su forma de vivir durante más de sesenta años y por eso lamenta que la profesión, que es ya un poco él mismo, no encaje en los moldes de la modernidad, que se lleva todo por delante. Lo bueno y lo malo.
Apenas quedan herradores en Cantabria y Roberto lo siente como si se perdiera una vida. La suya. «Empecé a los 14 años, aprendí de mi padre, de mi abuelo, de mi bisabuelo...», relata este hombre de dedos anchos y largos. «Se acuerda de todos los animales que han pasado por sus manos», apostilla su esposa, María Teresa Cobo. Es ella, María Teresa, quien recibe a los periodistas en el porche de su casa. Llueve y hace calor. En seguida aparece Roberto. Primero la foto. Luego la historia. Una vez ha sido captado por el fotógrafo, se sienta. Con parsimonia -«es muy tranquilo», dice su esposa unos minutos antes de que llegue-.
La familia de herradores, de apellido Cobo, es famosa en la zona occidental de Cantabria porque el arte de clavar las herraduras en «los pies del ganado» ha pasado de generación en generación. Sin perderse. Roberto empezó a herrar de adolescente. «Mi padre estuvo enfermo durante un año y medio y tuvimos que hacernos cargo del negocio mi hermano y yo -tienen otra hermana, pero las mujeres no se dedicaban a esto-». Dice Roberto que su hermano trabajaba para salir del paso, sin la pasión que le ponía él a cada herradura. Entre los dos debieron hacerlo bien, «porque mi padre no perdió ningún cliente». Nació en Velecío, el barrio de Comillas en el que cada vecino «tenía una, dos o seis vacas» aparte de su trabajo. Cuando «ni soñábamos con muchas de las cosas que tenemos ahora». Sin embargo, afirma completamente convencido, «actualmente es más difícil ser feliz, quizá porque hemos procurado darle todo a nuestros hijos». Tiene una forma de narrar en cierto aspecto poética. Insiste Roberto en que antes «el que tenía doce vacas era el terrateniente y hoy sin embargo hacen falta 150 para poder vivir de ello». El herrador se sube a un carrusel que le traslada del presente al pasado. «Las vacas han mejorado la raza, porque la alimentación es muy diferente, aunque la leche no sea de la misma calidad. Ahora se le llama leche, pero no lo es». Por alguna razón que él no desvela y su mujer insinúa, Roberto era el mejor herrador. «El más especial», afirma ni corta ni perezosa.
Pero resulta que aparte de herrar, Roberto curaba las patas de las vacas, de los caballos... «Él mismo se fabricaba las herramientas para realizar las curas, como el instrumental del médico». Los veterinarios le pedían opinión, «porque no controlaban tanto la anatomía de las patas». Aprendió con su padre y sus dos tíos. No ha podido transmitirlo. Sus hijas se dedican a otras cosas. Es lo que más lamenta. «Ahora solo se hace por afición y cuesta mucho dinero», explica.
La familia Cobo tiene fama precisamente porque muchos de sus miembros han sido herradores. Roberto no quiere olvidarlo, ni que se pierda, «por eso me da tanta pena». Se emociona. Deja de hablar, porque si habla, llora. «¿El homenaje? Pues me ha hecho mucha ilusión, porque no me lo esperaba», recuerda. El homenaje más merecido hasta la fecha «al mejor herrador de la comarca», reitera su esposa.
Antes de despedirse, María Teresa saca algunas fotografías en las que aparece Roberto trabajando. «No sé si te servirán», dice a modo de pregunta. Una de ellas aparece a la izquierda de esta columna. Es amable y hospitalaria esta pareja de Comillas. Llega la hora de irse, Roberto se levanta y vuelve a emocionarse. «Es que llevo toda la vida, hija, y es una pena. Una pena», concluye.
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