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En lo alto de Comillas, mirando hacia el horizonte, el marqués de Comillas contempla desde hace décadas el mar. El mismo mar que le ayudó a huir de un pasado paupérrimo y a construir un futuro aupado a la nobleza. Antonio López y López se convirtió en uno de los hombres más ricos de la España decimonónica. Una avezada visión negociadora le permitió ir saltando de un proyecto empresarial a otro, hasta consolidarse como propietario de una compañía naviera, Trasatlántica, que recorrería el mundo. Hasta 33 vapores viajaban regularmente de Santander, Vigo o Cádiz a Puerto Rico, Nueva York o Cuba. Tres conexiones con América, tres con África y una con Filipinas, más de 200 agencias repartidas por el globo.
El transporte de mercancías sustentaba un negocio floreciente. El comercio con personas, concebidas también como mercancía, una práctica no por habitual en la época menos cuestionable, lastraría para siempre la figura del marqués. La Transatlántica sufriría los estertores de la guerra civil española, la aparición de las líneas aéreas y terminaría liquidando su flota a comienzos de los años 70.
En Cádiz, desde donde partieron durante años los barcos de la Trasatlántica (existe el Muelle Marqués de Comillas), el legado patrimonial de Antonio López es simbólico, pero está presente. En la Alameda de Apodaca se erige una estatua de su hijo Claudio y da nombre a la avenida. En Coruña se construyó en 1927 un buque bautizado ‘Antonio López’, gemelo del Juan Sebastián Elcano, que realizaba la ruta Barcelona-Nueva York. Y en Navalmoral de la Mata se encuentra la Casa Comillas, un palacio ubicado en la finca del Españadal, donde la familia acostumbraba a organizar monterías y a nutrir de productos de caza sus barcos. Hoy alberga la sede de la UNED, una biblioteca y un salón de actos.
Aseguradoras como La Previsión, compañías ferroviarias como el Crédito General de Ferrocarriles o el Ferrocarril de Alcantarilla a Lorca se crearon bajo el impulso del Marqués. Su hijo Claudio continuaría ese camino con el Arsenal Civil en Barcelona, unos astilleros en Matagorda (Puerto Real) o como la Refinería Colonial de Badalona, dedicada al ramo del azúcar.
Atrás quedaría la historia de un proyecto triunfal que supuso a su creador el reconocimiento incluso de la realeza. Fue gracias a sus barcos (y a un notable préstamo económico a la corona, más de 25 millones de pesetas de la época) que Antonio López obtuvo el marquesado de la villa que lo vio nacer.
A ese mismo lugar destinaría buena parte de sus ganancias y tres grandes obras: un lugar donde vivir, un lugar donde morir y un lugar para ser recordado.
Reclamación oficial
El palacio de Sobrellano fue el más personal de los proyectos. Pensado como residencia de verano, el marqués contrató al arquitecto catalán Joan Martorell. Altísimos salones, galerías y balaustradas de mármol, maderas tropicales, enormes ventanales… y chimeneas en cada estancia, pues el frío es una de las características del edificio, el primero de España en tener luz eléctrica. Un encargo del marqués para albergar al séquito del rey Alfonso XII (que finalmente se alojó en la Casa Ocejo al no estar terminadas las obras) que supondría que toda la villa disfrutara de este moderno avance.
Un enorme friso recorre el salón del trono, donde se cuenta la vida y milagros del marqués, pintado por Eduard Llorens. Y como decorador de interiores contó con los diseños para el mobiliario de Antonio Gaudí, aunque esa parte del legado fue saliendo del Palacio hacia otros destinos a través de sus sucesores.
Junto al palacio se levanta la Capilla Panteón. De estilo gótico inglés era el lugar para orar, una práctica que el hijo del marqués, Claudio Bru ejercería con devoción casi seglar (se encuentra en proceso de beatificación). También Gaudí diseñó el mobiliario sacro. En el interior destacan dos esculturas; la estatua del segundo Antonio López, hijo del marqués y heredero que murió siendo joven. Tal es el realismo de la obra, pensada para la fachada del palacio, que la familia decidió trasladarla a la iglesia para evitar un sufrimiento mayor. La otra, el Cristo yacente de Vallmitjana, sobrecogedora de puro realista y una joya de la corriente artística de autores catalanes.
Desde los ventanales de su palacio el marqués podría haber contemplado el avance de su tercer gran proyecto para la villa si no hubiera muerto antes de verlo construido: el Seminario Mayor. Su obra pía. La donación al pueblo como gesto grandilocuente. Estaba pensado para educar a los niños más pobres del pueblo. En el impás de su construcción, el padre Tomás Gómez Carral lo convertiría en parte del patrimonio de la Compañía de Jesús y con el tiempo, la Universidad Pontificia de Comillas, un referente en la formación teológica internacional de la que surgirían algunos próceres del catolicismo.
Joan Martorell plantearía el proyecto cuyos trabajos iniciaría Cristóbal Cascante y más tarde culminaría Lluis Doménech i Montaner. Fue un sí, pero no. Lo que en el Sobrellano era mármol, en el Seminario era piedra caliza pulida. El roble de abajo se transformó en maderas vulgares arriba. Pero no por eso pierde riqueza artística. Todos los símbolos propios del modernismo se dan cita en esta explosión arquitectónica. El vestíbulo está poblado de dragones y hojas de acanto, las bestias pueblan el artesonado, con forma de quilla invertida y el suelo del salón principal está formado por miles de piezas de madera, contempladas desde lo alto por un enorme lienzo de estilo nazareno. El edificio alberga en la actualidad el detenido proyecto de la Fundación Comillas.
Además del patrimonio artístico, la actividad empresarial de la familia supuso la creación de un conglomerado formado por empresas navieras, ferroviarias, aseguradoras, agrarias, industriales y mineras cuyas sedes e influencia se repartían por decenas de lugares.
Cubierto de brillantes girasoles, a poco metros del Palacio de Sobrellano y la Capilla Panteón se levanta el Capricho de Gaudí, una de las obras más conocidas del arquitecto catalán. Aunque no fue una obra encargada por Don Antonio, sí que tiene relación con los suyos. Máximo Díaz de Quijano, indiano y buen amigo de José María de Pereda, era cuñado de Claudio López y López, hermano del Marqués. Y haciendo honor de su lugar en la familia, decidió invertir parte de su fortuna en un lugar que no desmereciera los colindantes. Ni Gaudí visitó nunca Comillas ni Díaz de Quijano llegó a disfrutar de la vivienda, pues murió en 1885, antes de que terminaran las obras. A día de hoy, el Capricho de Gaudí es un referente internacional del modernismo y uno de los puntos que más turismo congrega en la región. El cuñado ganó la apuesta
En Barcelona, ciudad de residencia de Antonio López y su mujer, Luisa, hija de un acaudalado comerciante de ultramar, el comillano además de participar activamente en la fundación de la banca catalana Crédito Mercantil (poseía 12.000 acciones), se relacionó con los círculos artísticos del momento, financiando en buena medida la llamada Renaixença catalana, cuyo objetivo principal era recuperar la lengua vernácula. Uno de los autores destacados de esta corriente fue Jacinto Verdarguer, apoyado económicamente por el marqués y capellán durante varios años de los buques de la Compañía Trasatlántica.
Allí compró el Palacio de Moja, hoy actual sede de la Dirección General de Patrimonio Cultural. En las Ramblas, el Hotel 1898, llamado así por la fecha de independencia de las colonias, también fue encargado por el Marqués como residencia particular al arquitecto Josep Oriol. En 1929 se convirtió en sede de la Compañía General de Tabaco de Filipinas de la que fue secretario el poeta Jaime Gil de Biedma.
Además del patrimonio artístico, la actividad empresarial de la familia supuso la creación de un conglomerado formado por empresas navieras, ferroviarias, aseguradoras, agrarias, industriales y mineras cuyas sedes e influencia se repartían por decenas de lugare
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