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Mazcuerras posee una destacada representatividad cultural, que se percibe con especial concreción cuando se observa la escultura que homenajea a la escritora Concha Espina. La figura de la narradora, que preside la plaza que lleva su nombre, fue inaugurada en el verano del ... año 2008, con una multitud de vecinos y seguidores que se agolpaban en torno a la estatua. Una imagen impensable ahora, en un verano de mascarillas y distancias largas. El autor de la obra es Íñigo Muguerza, biznieto de la excelsa narradora, que representa a su bisabuela sentada con un libro entre las manos. Ciega e impermeable al paso del tiempo, cómplice de la memoria del pueblo. Mazcuerras lleva el apellido de una novela que Concha Espina escribió en 1909: 'La niña de Luzmela'. Decidieron denominar Luzmela al pueblo cántabro en honor a la escritora que fue varias veces candidata al Premio Nobel de Literatura. «No se lo dieron porque era mujer», se reafirma Íñigo, mientras recorre los pasillos de la casa de su bisabuela. «El ruido de estas viejas puertas me pone nervioso porque yo procuro ser muy silencioso». Los latidos de la vivienda son la banda sonora de sus recuerdos.
El biznieto de la narradora habita ahora la vieja casa, donde los muebles se posan con romántico estilo sobre el suelo de madera gastada. La familia veraneaba en Mazcuerras, primero con Concha Espina; después sin ella pero al amparo del legado literario que dejó tras su muerte en el año 1955. «Mi madre -Paloma Sainz de la Maza-, que trabajaba en TVE, ampliaba su tiempo de vacaciones porque le encantaba cuidar de sus padres en Cantabria», recuerda Muguerza. El padre de Paloma era el famoso compositor y concertista de guitarrista Regino Sainz de la Maza, que había contraído matrimonio con Josefina de la Serna y Espina, única hija de la escritora (tenía otros tres hijos varones). La casa es ahora un museo repleto de reliquias que se resisten al invasivo avance de la modernidad, donde Muguerza recuerda la generosa personalidad de su antecesora. «Fue la primera persona en vivir de la literatura en España y cuando cobraba los derechos de autor mi bisabuela repartía sobres con dinero entre las vecinas». La escena evoca los veranos idílicos de un niño, hace medio siglo, «cuando iba al río a por truchas y jugaba fatal a los bolos». Mazcuerras es la misma y a la vez ya no lo es, sobre todo por la estela de silencios que ha dejado el covid-19. «Mi vida no ha cambiado, pero sí la de mi entorno. Antes pasaba algún vecino y entraba a saludarme o a ver mis obras (Muguerza es escultor y pintor). Ahora la gente es más reacia».
La localidad se caracteriza cada verano por celebrar uno de los festivales de arte más punteros de Cantabria: Aselart. La iniciativa consiste en acercar el arte al pueblo y partió de un grupo de intelectuales que se reunían para realizar tertulias literarias y que se agruparon bajo el nombre de 'La Hérmida'. Ellos, con José Antonio Andrés Vera a la cabeza, tuvieron la idea de llenar las calles de Mazcuerras de arte en la temporada estival. En los últimos cinco veranos, el municipio ha sido el abrigo de multitud de expresiones artísticas. Exposiciones, presentaciones de libros, representaciones teatrales, conciertos, performances, lecturas dramatizadas, conferencias... Los artistas llegan de diferentes puntos de Cantabria y de España y sus obras interaccionan con el paisaje. De fondo, el trabajo desinteresado de varias personas que quieren llevar la cultura al pueblo, y no al revés.
Este año Aselart volverá a celebrarse, pero durará menos tiempo y se reducirán las exposiciones en el interior de la Casa Gótica. A pesar de todo brotará de nuevo entre sus calles la magia de la creatividad. «Al principio teníamos mucha incertidumbre, pero decidimos hacerlo. Teníamos que organizar Aselart», explica José Antonio Andrés, fiel al compromiso adquirido consigo mismo y con el pueblo. Antes de despedirse, Íñigo Muguerza muestra los árboles del terreno anexo a la casa de Concha Espina desde la terraza decimonónica. «Mira -dice mientras señala un enorme ciprés que hace de sombrero del jardín- ese lo plantó mi abuelo en los años cuarenta». La naturaleza entona el himno del verano y continúa creciendo como si nada, ajena al impúdico drama que dejó la primavera.
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