Borrar
Arturo Nebreda atiende a los dos terneros que sobrevivieron a la última matanza. Al negro lo han dejado ciego

Ver fotos

Arturo Nebreda atiende a los dos terneros que sobrevivieron a la última matanza. Al negro lo han dejado ciego Alberto Aja

La sospecha se instala en Bielva

Todos se preguntan quién está matando el ganado de Arturo Nebreda: van 35 vacas

José Ahumada

Santander

Jueves, 21 de diciembre 2017, 13:19

Fue Carlos, el cuñado de Arturo Nebreda, el primero en ver la jata muerta, un animal recién destetado, al abrir la puerta de la cuadra por la mañana; el desastre lo descubrieron al arrancar el generador y dar la luz: eran once los terneros que les habían matado, hinchados como globos, con las patas tiesas y caídos del mismo lado, igual que fichas de dominó. Sea lo que sea lo que les inyectaron les debió de deshacer por dentro, porque la sangre se les salía por las narices y por el culo.

«Esto no lo hace cualquiera: hay que saber, si no no encuentras la vena para pincharles el veneno. Y, sabiendo, no se hace esto en menos de una hora», dice Carlos. Lo cuenta en el establo vacío. Hay unas cebillas de madera colgadas de la pared, agua en los bebederos de metal y, en el suelo, el surco que quedó de arrastrar fuera los cuerpos. En otra parte de la cabaña están guardados los dos becerros supervivientes: una, rubia, anda lista; otro, oscuro, tonto, aunque puede que solo esté acobardado porque lo han dejado ciego.

A Arturo le mataron esos once animales el pasado domingo, menos de un mes después de que le pegaran fuego a otro establo y le quemaran vivas otras 24 vacas. Ahora ya sí que dice que se lo incendiaron, porque hasta esta última faena quería pensar que hubiese podido ser un accidente, a pesar de que allí no había ni electricidad.

Un odio profundo

Este ganadero de Bielva se había resistido hasta este momento a reconocer la existencia de alguien que le profesa un odio profundo, y había preferido creer que no existía relación entre las calamidades que le perseguían por Unquera, Cosío, Otero... Cuando se le oye repasarlas, es inevitable pensar en Job. Empezaron hace seis o siete años, cuando le rayaron entero el coche, un Peugeot 206 nuevecito, y le rompieron los espejos. A la semana, se lo abrieron para destrozarlo por dentro, le rajaron los asientos y le robaron la documentación. Seis meses más tarde, después de haberlo arreglado, se lo volvieron a rayar y le reventaron un par de cristales. Harto, lo metió como estaba en un garaje: pues también fueron allí, rompieron los cristales que quedaban sanos, se lo pintaron con spray, le rajaron las ruedas y, ya de paso, también las del quad que guardaba al lado. Tuvo un respiro de dos años, hasta que alguien echó en el depósito del tractor una mezcla de azúcar y ácido que acabó con el motor. «Eso ya ni lo denuncié», dice. Hace año y medio, más o menos, le entraron a robar en casa. Le revolvieron todo y se llevaron el dinero de unas vacas que había vendido y lo que quedaba en el sobre de la boda, unos 6.000 euros en total. Como encontraron las llaves del coche de Verónica, la mujer, se lo llevaron. Él mismo se lo cruzó cuando volvía. «Pensé que era mi mujer, que se iba a trabajar, y la llamé por teléfono para decirle que no corriera tanto». Tiraron el coche por un camino, tres kilómetros más adelante, contra un muro. La paz duró hasta que empezaron a tomarla con el ganado, a finales del pasado noviembre.

Vídeo.

«La Guardia Civil me dice que esto es una cosa muy seria. Yo tengo algo de miedo por las otras vacas... y por la mujer y el crío. Pero me dicen que no tengamos miedo de nosotros, porque se ve que es gente que no se atreve a venir de frente». Arturo confía en que los guardias lo solucionen, les ha visto muy dispuestos ahora: fueron enseguida, entraron, miraron, sacaron fotos y se llevaron muestras de agua y comida para analizar. Cuando ardió la cuadra se lo tomaron con más calma: si pasó en la noche del sábado al domingo, los agentes del cuartel no se presentaron hasta el lunes, y a los especialistas en incendios estructurales –los de montes son otros– les llevó cuatro días llegar desde Logroño.

Los investigadores le piden que piense en quién puede tener algo contra él, pero Arturo insiste una y otra vez en que se lleva bien con todo el mundo y que no tiene jaleos con nadie, y dándole vueltas se remonta hasta alguna engarrada en las fiestas de los pueblos, cuando era más joven, pero ve que no tiene sentido. ¿Será por envidia? Bueno, es cierto que le ha ido bien con el ganado, que tiene toros buenos, que se ha apuntado a una asociación para cebar jatos que luego se venden a supermercados para sacar algo más por ellos; también va arrendando fincas para segarlas y compra maquinaria, pero la realidad es que tiene cuarenta cabezas y un tractor de segunda mano, nada del otro mundo.

Su caso tampoco parece uno de esos de clanes familiares rivales y odios que pasan a la siguiente generación. De hecho, él vivía con sus padres en Aranda de Duero pero, como prefería el campo, se vino de chaval a vivir con sus cuatro tíos. Marcelino era ganadero; los otros, Manuel, Julián y Eugenio Manuel, trabajaban en las carreteras y en la mina. Al jubilarse el primero, hace ocho años, puso a su nombre las veinte vacas que le quedaban.

¿Quién será?

Como Arturo, todo el mundo anda en Bielva haciendo cábalas sobre quién será el responsable de todo esto. El periodista pregunta en el bar, Casa César, si Bielva es como Puerto Hurraco, y Pedro Solar, detrás de la barra, le dice que no. «Llevo ocho años trabajando aquí: esto es un pueblo como cualquier otro, con gente normal, sin ninguna queja. A mí me acogieron bien desde el principio. No oyes comentarios de envidias ni de nada, y eso que en los bares se habla. Que si se han pasado las vacas de un vecino al prado de otro, pues se avisa y se acabó».

Después del incendio, Pedro organizó una cena para echarle una mano a Arturo: el precio por cubierto era de veinte euros y le dieron toda la recaudación. «Vinieron como sesenta personas –en Bielva son unos 120, en todo el municipio, 650, más o menos–, pero todos colaboraron: le han regalado ganado, la Asociación de Mujeres también recaudó dinero para él... al final, todo el pueblo ha ayudado. Arturo se lleva bien con todo el mundo; es de los que no hablan por no molestar: en la cena le tuve que levantar yo para que cogiese el dinero».

El pasado domingo, cuando Arturo Nebreda fue al establo para atender a los terneros que ceba, se los encontró muertos. Le habían matado once inyectándoles veneno en la yugular; dos han sobrevivido. :: Sara Torre

Aquí todos manejan las mismas pistas para buscar al culpable: con lo de los jatos ha quedado claro que es alguien que sabe de animales; no se descarta incluso que contase con ayuda, porque esos bichos de trescientos kilos no se quedan quietos mientras se les mata. Es, también, alguien que controla a Arturo, que sabe cuándo viene y cuándo va y dónde tiene el ganado: generalmente no tenía vacas en la cuadra que quemaron, y parece que aprovecharon cuando las dejó. Ahora se da cuenta de que los terneros se los ha matado después de contar, durante la cena que le hicieron, que había vendido dos y se los llevaban esta semana al matadero. ¿Será casualidad?

«Todo el mundo hace conjeturas, pero eso, más que envenenar a la gente, lo que provoca es tensión y cierta decepción en las relaciones sociales», reflexiona Ramón Cuesta, concejal de Educación y Cultura y maestro de la localidad. Él, particularmente, teme que ese disgusto sea aún mayor si, al resolverse el caso, resulta que el culpable pertenece a un entorno próximo.

«Estamos buscando mecanismos del Ayuntamiento y la Mancomunidad para paliar las pérdidas de Arturo. Disponen de partidas que podrían emplearse en un caso así, y que nunca antes han sido utilizadas. Trataremos de suavizar la pérdida económica; la moral, no podemos».

Verónica, esposa de Arturo, reconoce que ella también se pone a pensar en quién puede ser y por qué lo hace y no llega a ningún sitio; dice que tampoco sabe si esto va parar aquí o va seguir, que teme que haya alguien esperando a su marido cuando va por las mañanas a la cuadra, y que así no hay manera de hacer una vida normal. «Arturo es tranquilo y no le vas a oír quejarse, pero por muy fuerte que sea y aunque nunca va a reconocer que está mal, eso no quiere decir que no lo esté. Para nosotros esto es la ruina».

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Publicidad

Publicidad

Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios

eldiariomontanes La sospecha se instala en Bielva