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Cuando en el siglo VIII los cristianos; asturianos y cántabros, para más señas, rechazaron a las tropas árabes en Covadonga y cuando después, en su retirada a Liébana –aquellos capítulos dan para otro relato sobre qué puede haber de verdad y qué de leyenda en el episodio, pero eso es otro asunto–, sufrieron otra derrota que construyó, junto a lo de Pelayo, el relato fundacional de España, se dejaron algo por el camino.
Como en cualquier escaramuza o guerra, a la conquista suele seguir muchas veces el saqueo. Tras caer el reino visigodo, el avance musulmán sobre la Península Ibérica fue frenético hasta que se detuvo en la Cordillera Cantábrica y en Roncesvalles. Para entonces ya debían haber acumulado todo tipo de botines. Tampoco hay constancia histórica de ello, pero hablando de leyendas bien se puede tomar la licencia. Y más debían pretender, porque existe la hipótesis de que aquel suceso de Covadonga fue en realidad una escaramuza contra unos recaudadores de impuestos o algún líder musulmán que reclamaba vasallaje en unas tierras que en su mayor parte ya habían tomado, pero que ansiaban expandir.
La historia de Chufín transcurre a unos pocos kilómetros. Llegara por Liébana o por otra ruta, uno de esos grupos, o al menos un explorador adelantado, saltó de alguna manera de valle en valle hasta llegar al del Nansa. En concreto, a la zona de Riclones, en el actual municipio de Rionansa. No debieron tardar demasiado los lugareños en expulsarlos de la zona, porque al menos no existe constancia de su presencia, pero en su apresurada huida escondieron sus riquezas, imposibles de transportar, en una gruta que desde entonces lleva el nombre de Cueva del Moro Chufín, que así se llamaba, según la tradición popular el musulmán que ocultó allí su fortuna. Desde entonces la gruta custodia un fabuloso caudal de metales preciosos y joyas que nadie ha podido localizar y que espera, más de un milenio después, a ser descubierto. O quizá no.
El nombre de la gruta evolucionó sencillamente a Cueva de Chufín y guarda uno de los tesoros mitológico que esconde el subsuelo de Cantabria. Hay otro en Peñacastillo, sepultado bajo el monte que da nombre a la pedanía santanderina, y custodiado por un dragón o una sierpe, según la versión. También se habla de otro en el Valle de Camargo.
La tradición oral mantuvo vivo durante generaciones el vago relato sobre el moro Chufín, del que nada más se sabe, y probablemente muchas personas se adentraran la cavidad en busca de aquellas riquezas de las que tanto se ha hablado sin que nadie consiguiera localizarlo. O, si lo hizo, calló.
Una vez se ha explorado en profundidad la caverna, se puede concluir, con el razonable margen de duda, que no existe ningún tipo de tesoro en un sentido literal. Pero la leyenda encerraba, tal vez sin saberlo, una verdad. La de otra riqueza muy diferente que se descubrió ya superada la mitad del siglo XX: las pinturas y grabados prehistóricos que legaron sus antiguos moradores en sus paredes.
Se calcula que la cueva estuvo habitada al menos hace unos 18.000 años, durante el periodo Solutrense. O eso indican los restos hayados, porque existe cierto debate sobre el significado de las representaciones artísticas y su datación. Es probable que correspondan a diferentes épocas, con lo que la cueva habría estado habitada incluso antes.
La Unesco la declaró Patrimonio de la Humanidad en 2008, aunque esta catalogación tiene un matiz: Altamira ya lo era desde 1985 y lo que se hizo fue ampliar la consideración a todas las cuevas con arte rupestre de la Cordillera Cantábrica: un total de 18, diez de ellas en Cantabria, incluida la de Chufín.
El conjunto lo integran los grabados tallados en el vestíbulo (ciervas, bisontes y símbolos a los que no se ha dado una interpretación unánime) y las figuras que decoran las bóvedas interiores. Para coronar el entorno, la construcción del embalse de Palombera alumbró el nacimiento de un lago artificial que constituye otro de los atractivos del yacimiento.
Así que, en cierto sentido –el figurado–, se conoce con certeza cuál era el tesoro del Moro Chufín. Incluso el nombre de su descubridor después de siglos de búsqueda: Manuel de Cos Borbolla (Rábago, 1920-26 de septiembre de 2017), que en 1972 fotografió por primera vez las manifestaciones artísticas, como hizo en innumerables lugares de su entorno en un afán por documentar su entorno, reclamar su puesta en valor y denunciar destrozos ecológicos. Así fue como un viejo enlace de la Brigada Machado descubrió el tesoro de Chufín, que desde entonces es ya el de todos los cántabros.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
José A. González y Álex Sánchez
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