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Monchi dirige la fila con determinación y pasos firmes sobre el barro. «No tocamos nada ni creamos senderos. Si te pinchas con las plantas te jorobas», dice. Ramón Martínez Zubizarreta, Monchi, es menos serio de lo que aparenta cuando le conoces. Junto a Serafín Bolado ... Batalla, ha creado La Mandrágora, una empresa ecológica en la que realizan visitas guiadas a la mina-cueva de Udías. Dos apasionados de la espeleología que un día tuvieron una conversación que empezó en un «oye y por qué no...» y terminó siendo realidad. Llevan un año mostrando los intestinos del subsuelo de Udías, que fue una explotación minera de la que se extraía zinc, proveniente de los minerales blenda y galena, desde 1865 hasta 1929, año arriba año abajo. Enseñan alrededor de un diez por ciento del total de la cavidad, que abarca todo el municipio de Udías, y tienen varias rutas de dificultad cero a extrema. «La última es para locos de la espeleología como nosotros», aseguran.
Es el día del Trabajador. Uno de mayo. Visitan la cueva-mina más de una docena de personas, entre ellas Laro y Javier, dos niños de siete y ocho años. El grupo camina por el sendero de La Gándara hacia una de las bocas de la mina conocida como La Bonita, y tan solo uno de los componentes desconoce a lo que va a enfrentarse. Dos burros miran la fila de gente ataviada con monos rojos y botas de goma. De lejos deben parecer hormigas rojas. Pisan piedras y barro, descienden unos metros y ahí está, la entrada. Monchi abre la verja. Lleva una mochila amarilla con pilas y linternas. Una vez dentro, oscuridad y silencio. Las linternas de los cascos alumbran paredones de rocas húmedas. Se combinan la estrechez y la curiosidad por descubrir algo nuevo.
La mina comienza a desnudarse a medida que avanzan por los restos de los raíles sin vagonetas. Monchi señala varias latas oxidadas en el suelo. «Los mineros merendaban». Cuentan cómo eran los hombres que trabajaban en los sótanos de la tierra. «Estaban en el escalafón más bajo de la sociedad y de la historia de los mineros de Udías no hay nada en ninguna parte». Ellos transmiten lo poco que les han contado sus ancestros, «pero del sufrimiento no te hablaban, de que eran pobres y de que entraban de noche y salían de noche». Por eso sienten que de alguna manera les están rindiendo un homenaje. «Es la historia de nuestro pueblo».
Dentro de la cavidad no hay ni una sola valla, ni cuerdas a las que agarrarse, ni medidas de seguridad, aparte de las que uno lleva puestas. Todo es virgen y está vivo. El corazón de la tierra late ante la mirada atónita de los intrusos. Nada es como uno espera. Tras recorrer varios metros por un túnel se abre un espacio angosto donde confluyen varias grutas y un cielo de estalactitas formadas a base de depósitos de carbonato cálcico. El sonido de algunas gotas rasga el silencio y una paz tibia recorre las galerías. Se pierde la noción del tiempo. Los visitantes no saben si han caminado cien metros o diez. «Si te quedas aquí quince minutos solo y a oscuras comienzas a volverte loco», asegura Monchi, aunque a él no debe de pasarle. «Yo me guío mejor aquí abajo que allá arriba», dice. Camina por la cueva como si acabara de descubrirla cada vez. No se cansa.
Avanzan por una de las rutas alternativas que normalmente hace la gente. 700 metros de subir y bajar entre un universo de piedras brillantes. Hay estalactitas que parecen esqueletos de dinosaurio. «Tenemos otra ruta en Sel del Haya de siete kilómetros que termina en Novales». Siete kilómetros allá abajo son como treinta en la superficie. «¿Te gusta?», dicen, «pues no has visto nada». Cuesta terminar la experiencia y salir. El ambiente del interior de la cavidad se pega al cuerpo. «Espera, que queda lo mejor». Lo mejor es un hueso de un rinoceronte lanudo de unos «14.000 años de antigüedad que hay pegado a una estalactita». «Es lo que queda de la mandíbula que está en el Museo de Prehistoria de Cantabria».
María Jesús Reigadas, Juan Antonio Crespo, Silvia Pacheco, Mikel Echevarría, Iván Gutiérrez y Joaquín Iglesias comentan su experiencia en la mina-cueva en el aperitivo posterior. Todos han entrado en la cavidad más de una vez. «La primera vez que lo vi me impresionó mucho, porque no tenía ni idea de lo que había ahí abajo», comentan. «Es muy natural y muy virgen y tienes la sensación de que lo estás descubriendo tú», comenta Silvia, la mujer de Monchi. El hijo de ambos, Laro, tiene sólo siete años y es un apasionado de los minerales. «Cuando entramos la primera vez –relata Chipi– había zonas de la cueva que estaban sin pisar». Ser el primero en algo sobrecoge. Antes de ser Mandrágora, tenían un club de espeleología y organizaban expediciones. Entonces no pensaban que llevarían a cabo una aventura así.
Lo suyo les ha costado conseguirlo. «Hemos tenido que pasar por mucha burocracia», relatan. Pero finalmente han sido estos dos vecinos los que han explotado este tesoro oculto en el subsuelo de Udías, tras varios intentos fallidos de las diferentes administraciones, que han ideado varios proyectos a lo largo de los años que se han ido quedando siempre a medio camino. El mérito es suyo. «Claro que sacamos un beneficio, pero es que no se puede tener ahí y no mostrarlo».
Una vez fuera, la luz del exterior les devuelve a la realidad. De camino a la base, Monchi va señalando las bocas de la mina. Dice que para montar Mandrágora han recibido ayuda del Ayuntamiento de Udías y de la Vicepresidencia del Gobierno de Cantabria. También de Juan Colina, presidente de la Federación Cántabra de Espeleología. Y que la aventura «acaba de empezar». Tienen intención de continuar creciendo y de abrirse camino en el ecoturismo.
La visita personalizada puede realizarse 365 días al año a cualquier hora con cita previa. Cobran 25 euros por adulto y 15 por niño. Puede ir cualquier persona, porque la ruta se adapta al nivel de cada visitante. Después de la experiencia, Monchi y Chipi invitan a los asistentes a un aperitivo y hablan de la experiencia en la cueva. Sobre la mesa, cervezas, refrescos y salchichón. Los artífices cuentan anécdotas divertidas sobre el papeleo, los viajes a Palencia para pedir los permisos. El futuro. «Queremos crear una vía verde para hacer en bicicleta, que discurra entre La Bonita y el pozo de Peñamonteros, que es desde donde bajaban los mineros a la mina. Son tres kilómetros», explican mientras señalan la senda sobre el mapa. Ambos seguirán recorriendo las tripas del suelo de Udías porque saben que aún queda mucho por descubrir allá abajo.
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