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Hoy en día, casi cualquier cosa en el mundo se puede comprar. Cualquiera. Menos el tiempo. Ese bien inmaterial que transcurre inexorable, que no se puede predecir y que a veces se valora poco. «Yo ya vivo de regalo». Lo dice a conciencia Isabel Michelena, ... una vecina de Zurita, a la que la vida le ha obsequiado con nada menos que 104 años, que son los que acaba de cumplir este martes, 21 de mayo. Y si asombra el número, más asombroso aún es descubrir que a su centenaria edad goza de buena memoria y de una excelente salud. Que le queda mucha mecha. Achaques lógicos de la edad, al margen. Por el secreto de esa longevidad tan sana le preguntan mucho. Y ella sonríe antes de responder: «A mí no me duele nada. Como de todo lo que me gusta, pero con poca sal», responde a modo de revelación. «El trabajo es salud», remata ¿Su deseo? «No se pueden pagar años de más. Solo pido que me dé de vida lo que Dios quiera y que cuando me tenga que ir, que no sufra».
Isabel es una mujer coqueta, amable y risueña. Con una extraordinaria energía vital. Recibe a las visitas sentada en el butacón que tiene en la galería de su casa de Zurita. A su lado, está un tejido azul que ella misma ha realizado a punto y del que asoman las agujas. Hace mantas, chaquetas... «Ahora ya no tantas. Ya no veo como antes», lamenta. Es su pasa ratos. Pero tiene otro: el parchís, al que cada domingo todavía juega con una de sus hermanas. Colgados de la cristalera están los tres globos de color dorado con los números de su cumpleaños. Están ahí desde la fiesta del pasado sábado, que celebró con su familia. Su longevidad, además, la ha convertido dos veces en la Abuela de Piélagos, una distinción que cuenta con orgullo. Pero aparte de ese título, ella también es abuela de dos nietas y de una bisnieta.
Isabel Michelena Somacarrera nació el 21 de mayo de 1920 en Sierrapando (Torrelavega). Es la cuarta de doce hermanos, aunque dos de ellos murieron jóvenes, uno por la gripe y otro por herida de guerra. Se crió en una familia dedicada al campo.
Nació exactamente un año después de que en Estados Unidos se aprobara el voto femenino aunque en España todavía tardó más de una década en materializarse. Se crió en una familia humilde, pero trabajadora y relaciona eso con su longevidad. Asegura que nunca tiene frío y por eso no acostumbra siquiera a usar medias, aunque el resto de los invitados estén con el abrigo puesto. A menudo se medio burla de lo frioleros que son todos en casa. Tampoco suele coger catarro -ni siquiera el covid la hizo toser- y la tecnología la ayuda a mantenerse en contacto con su familia con un teléfono que usa para recibir y emitir llamadas del modelo de tapa de abrir y cerrar. «Uno sencillito. No quiero más».
Mientras cuenta cómo es su día a día en su casa de Zurita, Isabel va haciendo gala de un trato agradable, de una predisposición a cualquier conversación improvisada. Con cualquiera que se tercie. A la hora de tirar de memoria, habla de que cuando era una niña, sus quehaceres diarios se debatían entre ir a la escuela (cuatro trayectos a pie de cuatro kilómetros cada uno), ayudar en casa y cuidar de los hermanos. «Había poco tiempo para jugar».
Isabel conoció los reales y para ganarse el dinerillo extra que la situación económica de la familia le negaba, llegó a trabajar haciendo cables para un taller. «A tres céntimos el cable nos pagaban». Con muchos pocos, fue reuniendo lo suficiente para comprarse lo que ella más deseaba. Una bicicleta «de mujer». Con esa herramienta, ganada real a real, pudo aliviar un poco los paseos aunque con las complicaciones de la época. «Tenía que remangarme la falda que usábamos por debajo de las rodillas y a veces me la ataba al tobillo», explica.
Aquel sería su primer logro cumplido, una mera declaración de intenciones de lo que se consideraría como una mujer pionera. Ella tenía ansias de hacer cosas, de hacerlas por ella misma. De entrar y salir. Se casó pasados los treinta años con un buen hombre. Agustín. Un vecino y conocido de la familia. «Era buenísimo. Yo lo conocía pero no se decidía. Y al final, uno por otro, empezamos a salir», rememora. De casados no llegaron a las bodas de oro por un año, pero juntos tuvieron dos hijos y una vida feliz, hecha a base de economía práctica. «Si teníamos cinco pesetas no gastábamos más de cuatro». «Él tenía muy buen carácter. Solo me decía a veces que todo lo gobernaba yo. Pero es que yo lo gobernaba bien», subraya.
En ese espíritu emprendedor que siempre la ha acompañado, Isabel sacó el carné de conducir a los cincuenta años de edad, «el teórico a la primera», y presume de haber llevado a sus vecinas a cualquier lugar. «Mi primer coche fue un R8», recuerda esbozando una sonrisa y evocando aquella sensación de libertad. «Hoy echo de menos conducir, le digo la verdad». Isabel, a sus 104 años, derrocha una vitalidad ejemplar. Agradece las visitas que se le hacen. Y las despide con ternura: «Que tengas la misma suerte que he tenido yo, que no tengas desgracias».
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