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«La bajada y la subida son matadoras, pero el esfuerzo vale la pena. Las vistas son espectaculares». Adriana Catediano coge aire antes y después de pronunciar la frase. Está exhausta. Acaba de ascender los 763 escalones que dejan atrás el afamado Faro del Caballo ... de Santoña. «Hemos venido de ruta a pasar el día», cuenta la joven, mientras sus tres amigas abren las mochilas en busca de unas botellas de agua para refrescarse tras el intenso esfuerzo. «Somos de Logroño y vamos a pasar diez días en el camping de Noja. Hemos aprovechado que hace sol para acercarnos al faro, que no lo conocíamos, y bañarnos».
El calor aprieta. Y los turistas más atrevidos se lanzan al agua desde los últimos escalones que parten de la plataforma de la torre. Bañarse en un inmenso mar de color turquesa es una experiencia incomparable. Los más ágiles nadan hasta las cuevas talladas por la bravura del Cantábrico en los inmensos acantilados que escoltan al faro. Desde la barandilla metálica de la base, Óscar y Soraya contemplan la escena con sus hijos adolescentes. «La verdad que es un sitio mágico, aunque hay que estar en forma para llegar hasta aquí», reconoce el padre de familia. Ellos han iniciado la ruta desde el otro faro, el del Pescador, mientras que otros caminantes optan por tomar el fuerte de San Martín como punto de partida.
Elijas uno u otro sendero para alcanzar la torre hay que atravesar las entrañas del monte de Santoña. Un frondoso bosque de encinas y laureles que hace aún más sugestivo este paradisíaco enclave. En estos días de verano su sombra es como un oasis en el desierto , que te insufla aire para no perder el ritmo. Sobre todo, en las cuestas empedradas. La ruta hasta llegar al cartel que anuncia el desvío al Faro del Caballo es sencilla si estás habituado a transitar por la montaña. La excursión se complica al leer en la flecha de madera: 763 escaleras (debería poner escalones) a modo de aviso de lo que está por venir. «Se me ha hecho más complicado la bajada porque se me cargaban las piernas. La subida veo que aún me queda un buen trecho, pero lo estoy llevando mejor», apunta Silvia mientras se agarra a un cable de acero disponible a lo largo de la escalera, prácticamente vertical. La fuerte pendiente, la altura de los peldaños y la estrechez de algunos tramos no la hacen apta para alguien con vértigo.
Es la segunda vez que Silvia visita este rincón junto a su pareja. Son de Camargo. «Vinimos hace unos tres años. El día estaba nublado y ni punto de comparación a verlo con un sol brillante. Lo han arreglado, pero han vuelto a pintarlo con grafitis. Es una pena porque lo afea un poco». «Lo bonito del sitio son las vistas. Son impresionantes. Es uno de los lugares más espectaculares de Cantabria», añade su compañero Kiko. Y también uno de los más concurridos. En estos meses de verano, el entorno de la torre es algo así como una romería. Se concentran decenas de turistas y el lugar pierde parte de su encanto. El bullicio se lleva por delante el placer de poder escuchar la brisa de la inmensa bahía.
Lo que sí se oyen es conversaciones sobre la historia del faro. «La torre está en desuso y no da luz desde hace tiempo», le cuenta un hombre a su grupo de amigos. Intentan buscar en el móvil el año exacto en el que dejó de funcionar. Nada. No hay cobertura. «Se echa en falta algún cartel que explique algo». Tienen razón. Y es que, el Faro del Caballo esconde curiosidades. Se inauguró el 31 de agosto de 1863. Sus escarpados escalones de acceso fueron construidos con la ayuda de los presos del cuartel del presidio que hubo en Santoña. El edificio constaba de la vivienda del farero, ya desaparecida y de la torre, que sigue en pie. En 1993 dejó de proyectar luz y de ser la señal luminosa que guiaba a los marineros que entraban y salían con sus embarcaciones al puerto pesquero de la villa. Ahora es la luz que guía a un turismo deseoso de recalar en enclaves de ensueño.
Aunque cueste creerlo, los más veteranos de Santoña cuentan que hubo un tiempo en el que Faro del Caballo fue un rincón secreto. Solo unos pocos, que se calzaban unas playeras para recorrer el monte, sabían de su existencia. «Te estoy hablando prácticamente de cuando era un niño. Hace como más de treinta años. Bajabas y como mucho te encontrabas dos o tres personas», señala Manuel, un vecino que estos meses pasa de largo por el desvío en busca de otra de las muchas atractivas rutas que esconde el monte. Es el único.
Todos los que pululan estos días por el Buciero fijan su meta en el Faro del Caballo. Yésica lo tiene claro. «Lo hemos visto en Instagram en un reel (vídeo) de esos que pone 'Diez lugares de España que tienes que visitar una vez en la vida' y, como estamos de vacaciones en Santander, era obligatorio venir». Para contemplarlo sin filtros y poniendo uno mismo las palabras para describir un lugar tocado por las deidades.
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