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Una inocente charla entre amigos trajo a Salvador Beltrán a Cantabria, muy lejos de Genalguacil, su pueblo natal en Málaga. Cuando llegó en el año 1961 trabajó primero en Sniace «haciendo pistas», pero como las condiciones no eran buenas pronto cambió a Álvarez, donde trabajó como talador de montes, hasta que recaló en la fábrica de ladrillos de La Tejera de Sarón, donde permaneció casi un cuarto de siglo. La instalación fabril cerró sus puertas en 1984.
«Estábamos trabajando en un monte cercano a Sarón, cuando me propuse preguntar en La Tejera a ver si tienen trabajo», recuerda Salvador Beltrán, un malagueño ya casi más cántabro que andaluz que llegó a Santa María de Cayón a principios de los años sesenta buscando un empleo y lo encontró en la hoy desaparecida fábrica La Tejera La Nueva en Sarón, una empresa fundada en 1916 por Antonio Lavín Cobo y que dio nombre al barrio donde aún residen sus ruinas.
Su llegada a Cantabria fue fruto de una decisión repentina, una charla entre amigos a la salida del trabajo en busca de nuevas oportunidades. «Estábamos construyendo una carretera y alguien dijo ¿a qué no vamos a Santander?». Dicho y hecho. Salvador se plantó primero en Torrelavega donde trabajó abriendo pistas para Sniace y pocos días más tarde en Álvarez hasta llegar a Sarón, donde se quedó a vivir y fundo su familia.
Él fue uno de los trabajadores fijos de La Tejera entre 1961 y 1984, fecha en la que el hijo del fundador, Antonio Lavín Mazo, tuvo que echar el cierre. Salvador aun recuerda su primer día, cuando pidió trabajo y se lo dieron. «¿Cuando quiere empezar? Mañana mismo, le dije yo». A partir de ahí recorre con cierta nostalgia las instalaciones hoy en ruinas y que fueron sustento y hogar durante años. La vieja Tejera -una instalación puntera en los sesenta y que hoy se adivina entre la maleza por su gran chimenea- tenía un comedor para los obreros y también habitaciones para ellos, además del inmenso horno para cocer las piezas. «Te asomabas al horno y veías una nube que te rizaba las pestañas del calor», afirma Salvador. Las jornadas de trabajo en esos años eran muy duras, desde el amanecer hasta la noche.
Él fue testigo de la etapa de mecanización de la factoría en la que se hacían tejas y ladrillos de «noventa, setenta y cuarenta», señala. Para ello había unos molinos que se llenaban primero «a pala» y más tarde se instaló «un alimentador grande» para mover el molino refinaba el material.
Para sacar las piezas del horno, según los recuerdos de Salvador, tenían unos guantes hechos con la goma de neumático para resistir el calor pero no siempre era suficiente. «Metíamos las manoplas cuando chirriaban de calor en un caldero de agua que teníamos cerca», explica.
La Tejera tenía sólo una chimenea, hoy aún en pie y herencia del patrimonio industrial de principios del siglo XIX, común en las industrias lecheras, del vidrio y también del ladrillo y la teja. Salvador recuerda de ella que tenía un enorme ventilador «porque cuando venía viento sur retenía el humo», apunta.
Cuando el entró en la Tejera habría unas cuarenta personas trabajando allí, entre los fijos y las cuadrillas que venían en épocas de más trabajo. Al echar el cierre en el año 1984 apenas eran diez empleados. Salvador siguió trabajando en la construcción y, hoy en día, ya con los 82 años cumplidos, disfruta de su jubilación y sus recuerdos.
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