Asesinato en la cabaña pasiega
Regreso al lugar del crimen (09) ·
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Regreso al lugar del crimen (09) ·
Hace doce años una mujer de Merilla, que sufría una enfermedad mental, mató a otra con una hoceta tras una discusión absurda por unas gallinasPilar tiene 41 años de edad y vive en Merilla (san Roque de Riomiera), en una vivienda con cuadra y pajar muy cerca de la carretera y del río. Una mañana ve que sus gallinas se han escapado. Sale a buscarlas hacia la cabaña que por allí conocen como Los Palomos, atravesando el campo donde pacen las vacas. Pero no lleva las manos vacías. Ha cogido una hoceta de mango largo, de las que usa para segar. «Para allá que se han ido las putas gallinas», observa enfurecida. Su vecina María Eugenia, de 32 años, sale de esa cabaña con el cuévano cargado a la espalda. Pilar, que padece un trastorno límite de personalidad y retraso mental leve, piensa que se ríe de ella. Y cuenta que le dice: «a dónde vas, so loca». Sin mediar palabra, la aludida la ataca clavándole la hoceta en la cabeza. María Eugenia cae al suelo sin sentido. Pilar le sigue dando. La deja tirada, moribunda, y huye hacia el monte... Ocurrió el 5 de febrero de 2007 en este pequeño y aislado pueblo pasiego de unos doscientos habitantes, rodeado de pastos y montañas, y a cinco kilómetros de la capital del municipio, en el que el dolor se ha instalado tras el brutal asesinato de la joven, en un crimen absurdo sin más razón que la sinrazón de la mente enferma de la asesina.
Puede que la fuga de las gallinas no fuera ni siquiera el detonante que prendió la chispa criminal en el suceso de Merilla, pero lo cierto es que pasó en una época nutrida de crímenes irracionales en Cantabria. Hacía solo cuatro meses que en Bustillo de Villafufre un vecino había matado a otro de un tiro porque -entre otros motivos- era negro y un par de semanas antes una discusión por una manguera acababa con un obrero muerto a puñaladas en Santoña. En el caso de Merilla, los problemas psiquiátricos de la autora no la libraron de ir a la cárcel, pues se consideró que solo afectaban a su capacidad cognitiva de forma leve. Fue condenada a doce años de prisión y se le impuso una orden de alejamiento del municipio de San Roque de Riomiera un poco más larga, de 15 años.
«Yo no quería matar a nadie. Fui allí a por las putas gallinas, que en mala hora aparecieron», dijo Pilar C.R. en el juicio con jurado popular celebrado año y medio después, donde se mostró arrepentida. Ni en sede judicial ni en la sentencia posterior se dirimen los motivos que pudieron llevarla a matar a su vecina. No hubo nada que se parezca a un móvil en este crimen. Ni siquiera un enfrentamiento entre las familias. Nada. Pero por mucho que la acusada pintara un hecho casual y no premeditado, y que explicara que ese día «no había tomado la medicación», en la sentencia se deja claro que Pilar cogió aquella hoceta porque sabía que María Eugenia iba a estar en la cabaña. Y la esperó fuera. Al acecho. Cuando la joven salió, y tras comprobar que llevaba colgado un cuévano lleno de hierba que la obligaba a ir mirando hacia abajo, «de modo inesperado, repentino y sorpresivo la agredió sin que pudiera hacer nada para defenderse, asestándole rápidamente al menos tres fuertes golpes en la cabeza y otro en el muslo con intención de matarla (...) En el suelo, y aún con vida, la golpeó con gran fuerza en el abdomen (...)». La dejó en el suelo, sangrando, y se escondió en el monte.
Hubo dos escenas distintas a partir de entonces. Por un lado, como María Eugenia tardaba en volver a casa su hermano salió a buscarla y la encontró allí desvanecida, pero aún con vida. Pidió ayuda y fue trasladada por personal sanitario al hospital Valdecilla, pero ya ingresó cadáver por el estallido craneal que le habían causado los golpes. A la vez, horas después de permanecer escondida varias horas, Pilar volvió a su casa, contó lo ocurrido a su familia y un hermano suyo pidió un taxi para ingresarla en el hospital psiquiátrico de Parayas, un centro en el que ya había estado internada con anterioridad. No ocultaron lo ocurrido al taxista, natural de Liérganes, y fue éste el que les aconsejó que a donde debían ir era al cuartel de Solares. Eran ya las 19.50 horas de aquel día cuando Pilar se presentó en las dependencias de la Guardia Civil y relató que había agredido a María Eugenia con la hoceta. Aún no sabía que estaba muerta.
«Me dijo que cayó al suelo panza arriba y que luego la dio otro hacetón. 'La pena es que no la he matado'», contó el taxista que le dijo Pilar en su declaración como testigo.
Según reconoció la propia procesada en el juicio, sus antecedentes familiares revelaban un entorno difícil, con varios suicidios entre sus allegados, violencia doméstica, pérdida de la tutela de las hijas y la enfermedad mental como telón de fondo.
Han pasado ya los doce años a los que fue condenada Pilar. En la casa de Merilla en la que residía con parte de su familia ahora no vive nadie. Cuentan en el pueblo que está «embargada» y que los familiares que quedaban se han marchado a otro lugar. Alguien está utilizando las construcciones anexas como almacenes. Están atestadas de rollos de paja, tapados por unas lonas negras que el viento mece con un ruido plástico. Ese sonido y los campanos de las vacas es lo único que se escucha en esta zona apartada de Merilla a primera hora de la tarde. Aunque la casa está deshabitada, los aperos de labranza que se ven por todas partes dan fe de que allí la actividad continúa. Detrás de la casa cae un prado en pendiente donde pastan decenas de vacas. Hay dos jatos recién nacidos tumbados bajo un árbol. Para llegar a Los Palomos hay que saltar los pastores eléctricos y desafiar a las reses, en alerta por las crías.
Apenas hay que caminar cincuenta metros por el campo hasta la cabaña en la que Pilar mató a María Eugenia. En este punto también hay signos de actividad ganadera y agrícola. El abrevadero, lleno; la hierba, bien tapada fuera; tierra removida por el ganado. Silba el viento.
«Es una comunidad muy pequeña y muy cerrada, nadie va a hablar de lo que pasó», cuenta el portavoz de un colectivo de los valles pasiegos, conocedor de la idosincrasia de la zona y del poso que puede dejar un suceso tan trágico como el crimen de 2007. Este periódico ha contactado con algunas personas del lugar, que han preferido no hacer ningún comentario sobre lo ocurrido y mantener el silencio que impera desde entonces.
Ese personaje secundario del asesinato de Merilla, las gallinas, parecen sacadas de un argumento del cineasta Gutiérrez Aragón. En su aclamada 'La vida que te espera', la trama arranca cuando un pastor descubre que su vaca preferida se ha metido entre el ganado de otro vecino del valle. Pasiones e intrigas pasiegas de película, frente a la cruda realidad de un crimen ocurrido en los mismos escenarios. En Merilla, cuando la malograda María Eugenia fue llevada al hospital, quedó una escena del crimen con toda una serie de elementos esparcidos por el prado como atrezo de la verdad. La cabaña de Los Palomos con la puerta abierta; un cuévano de mimbre tirado, aún con el heno dentro; los zapatos de goma, más allá una camisa de cuadros, un chaleco, un forro polar… todo dentro del círculo cercado por un pastor eléctrico.
«Nunca estuvo en tela de juicio que ella fuera la autora. Solo defendimos que era un asesinato, no un homicidio, porque había alevosía», recuerda ahora el abogado de la familia de la víctima, Roberto Pellón. Esa fue la estrategia de la acusación particular, demostrar que «por el medio y por la forma del ataque fue un asesinato». La Fiscalía había calificado los hechos como homicidio, pidiendo una condena de 12 años de prisión. Pero ya en las conclusiones del juicio, el representante del Ministerio Público -ejercido por el que después fue Fiscal Superior de Cantabria, Ignacio Tejido- endureció su alegato en favor de una condena por asesinato. No obstante, la petición de pena siguió siendo la misma, 12 años, pues se observaron dos atenuantes: alteración psíquica y confesión del hecho.
Para la acusación, sin embargo, la condena por este asesinato debería ser de 23 años de cárcel porque observaban dos agravantes: que también hubo ensañamiento y se perpetró en un lugar aislado para que nadie la viera y provocar su impunidad. Por su parte, la defensa de la acusada, ejercida de oficio por el abogado José M. López, consideraba que los hechos eran constitutivos de un delito de homicidio doloso con una eximente incompleta de alteración psíquica y atenuante de confesión, por lo que reclamó una condena de dos años y medio de cárcel. Al final, el jurado la declaró culpable de asesinato asumiendo de manera íntegra la tesis de la Fiscalía, por lo que la sentencia se dictó en tales términos: 12 años de cárcel, 15 de alejamiento, e indemnización de 120.000 euros para los padres de la víctima y de 20.000 euros para su hermano.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
José A. González y Álex Sánchez
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