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Los sobaos y quesadas; la tortilla de patata; los helados; el parque de Alceda y sus siete hectáreas de cedros, fresnos, abetos y chopos; sus ... aguas termales... El tramo de la N-623 que va de Ontaneda a Alceda sigue siendo esa parada obligatoria cuando uno llega hasta Corvera de Toranzo. Ya no es la única vía de comunicación con Burgos, pero el comercio, la hostelería, el atractivo de su entorno natural y su patrimonio mantienen el pulso al paso del tiempo y continúan perpetuando esa vida de siempre a ambos lados de la carretera. De otra manera. Eso sí.
La escena es un tanto curiosa para el que viene de paso. Coge como por sorpresa que, de repente, a un lado de la calzada asomen largas colas a las puertas de algunos establecimientos -escalonadas, en tiempos de covid-. Vienen a por el producto local, que en este rincón de Cantabria no sólo está relacionado con los sobaos y quesadas. También son los Helados López y la tortilla de patata de casa Albert los que triunfan por aquí. El boca a boca los ha convertido en grandes clásicos de la zona. «Hay fines de semana de verano con tanta gente, que algunos que llegan y no lo conocen piensan que ha habido un accidente».
Cuando uno se adentra en esta zona de la mano de un apasionado de la historia, como es Aurelio Riancho, descendiente del gran Javier González de Riancho -uno de los arquitectos cántabros más ilustres, con obras como el Palacio de la Magdalena-, no puede evitar terminar contagiado. Es médico de profesión y miembro del Grupo Alceda de defensa del patrimonio. Quizá por eso derrocha entusiasmo al contar cómo surgió el fenómeno migratorio de Ontaneda y Alceda y qué parte de él sigue vivo. «Las visitas surgieron allá por 1850, en torno a las propiedades curativas de un agua con olor a huevo podrido que hizo famosas Isabel II». Para Aurelio, precisamente es el agua, y en particular el Pas, el que le ha conferido la personalidad a la zona y por ende, su actividad. «Eran entonces -y lo siguen siendo- aguas sulfurosas las que llegaban al balneario y la vida giraba en torno al Gran Hotel», un edificio que todavía se conserva a los pies de la carretera. Ya no alberga esa actividad -ahora se ubica en otro balneario-, pero hasta él llegaban personas de todo el país, incluida la reina Isabel II y todo su séquito. Eran tiempos de postal y todo el mundo quería la suya. «Aquí muchos veraneantes se alojaban para superar sus problemas respiratorios o de piel. Podría contarle que sé de un caso: llegó un adolescente con una fuerte soriasis y fue pasar unos días por el balneario y el problema desapareció».
Hoy en día, comenta Riancho, Ontaneda y Alceda ofrece un amplio abanico. Hay de todo. «Qué zona con apenas mil habitantes tiene centro de salud, tres carnicerías, dos farmacias, tres supermercados, una pescadería -que acaba de abrir, por cierto-, ferretería, floristería... Por tener tenemos hasta un aparcamiento de autocaravanas».
Y ni siquiera el covid ha conseguido hacerles perder adeptos. Ahora el turismo motero que se deja caer con asiduidad por esta zona convive con el de la bicicleta, una nueva tendencia, al parecer. «Este verano, hay mucha gente de fuera y esto de las bicis es un fenómeno nuevo», comenta Aurelio. También José Manuel, un hostelero de la zona desde hace más de 35 años, lo corrobora: «No he visto tanta gente en julio como este año». «Parece que el covid no sólo nos ha vuelto más cautos, también más concienciados con la sostenibilidad», añade Riancho.
Con él, da gusto conocer que aquí se encuentran algunas de las casonas señoriales más imponentes de Cantabria, auténticas joyas arquitectónicas, según sostiene. Como la torre de Ceballos, la casa-torre de Ruiz Bustamante, el palacio de Mercadal o el de Bustamante y Rueda, todos ellos en Alceda. El Palacio de Bustamante y Guerra, en Ontaneda, es otro ejemplo. O qué decir de los vestigios de una época en la que no se señalizaba en kilómetros, como la piedra al margen derecho de la carretera, donde todavía puede leerse 'Santander, a ocho leguas'.
Luego está ese pulmón verde que constituye el parque de Alceda y su paseo de los tilos, que ofrece al visitante siete hectáreas de terreno. «Esto es una lección absoluta de conservación». El parque completa el abanico de posibilidades de una zona donde uno está invitado a perderse.
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Ana del Castillo
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