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La Granja de Cayón celebra su último convite
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Juan Fernández y Yolanda España se jubilan tras cuatro décadas al frente del emblemático restaurante sin tener relevo generacionalYolanda España le devuelve a La Granja la misma sonrisa que le dedicó cuando llegó a la finca hace ya 40 años. «Yo es que ... soy una entusiasta y el primer día vi que esto podía llegar a ser lo que es ahora», dice. Junto a ella está, como siempre desde que se conocieron bailando en una discoteca de Selaya siendo unos chavales, su compañero de viaje, Juan Fernández. Juntos arribaron el 14 agosto de 1983 a La Granja. Pero cuando lo hicieron estaba lejos de ser un establecimiento hostelero, era una vivienda. Poco que ver con los nada menos que tres salones y pérgolas con capacidad para más de 350 personas que hay ahora. Pero los Juan y Yolanda que tiene ante sí La Granja tampoco son los mismos. No tan lozanos como cuando se cruzaron sus caminos siendo veinteañeros, con una familia numerosa ya salida adelante entre el ajetreo de servir mesas, atender comandas, cocinar y preparar convites y, cómo no, cansados de décadas de trabajo a sus espaldas y a las puertas de la merecida jubilación.
Pasa una foto y luego otra. En cada una Yolanda se detiene y hace un breve comentario. «Mira aquí no estaban todavía los arcos de la fachada», «aquí ampliamos la segunda planta», «aquí renovamos la imagen para que en lugar de mesón fuera restaurante»... En total calcula que habrán ejecutado unas seis grandes reformas, cada una supuso un hito. Pero el primero, y sin el que esta historia no habría acontecido fue la apertura. De eso también hay instantánea. Tras una barra de madera se ven dos figuras. Son Yolanda y Juan cuando empezaron este proyecto empresarial, aunque cueste reconocerlos tanto a ellos como al emplazamiento.
La apertura tuvo lugar poco después de que el cura les diera las bendiciones. «Fue todo muy rápido, no podías vivir con tu pareja sin estar casados», explican. Por aquel entonces la finca era una segunda vivienda de un hombre con negocios de hostelería de Santander, que propuso al joven matrimonio crear ahí un bar. «El trato era que él ponía el dinero y nosotros el trabajo», recuerdan. Incluso Juan se encargó de hacer la primera reforma. Por aquel entonces había un corral con gallinas y cabras, aunque de estas últimas Juan prefiere no acordarse; pero ahí está su esposa para refrescarle la memoria entre risas cómplices. No es baladí, porque en ese recuerdo, en ese gallinero hace ya mucho tiempo convertido en almacén, reside el nombre de La Granja.
«Los primeros tres años estuvimos sin descansar un sólo día», explican. Fue pasado ese tiempo que compraron la propiedad al promotor, pero lo hicieron con la idea de no estar más de diez años con ello, aunque finalmente han sido 40. Todo porque la carga de trabajo era prácticamente inabarcable. «Desde el minuto cero de la apertura estuvimos inundados, fue apabullante». Lo asegura Yolanda, que además de achacar ese éxito al don de gentes de Juan «que desde muy pequeño fue camarero» y a las dotes organizativas de ella, apunta a la buena calidad de su producto como la clave. En concreto, de los ibéricos. Eran muchos los que se acercaban a ese mesón típico con barricas a modo de mesa y mantel de cuadros para degustar jamón de bellota «a 500 pesetas la ración, cuando en Santander no lo encontrabas por menos de 800».
Ese local con encanto rústico, que no tenía capacidad para más de 50 personas, hace mucho que se quedó por el camino. Ahora La Granja es un espacio mucho más moderno, amplio y colorido. «Como pasar de la prehistoria al presente», resume Juan. El restaurante es desde hace años un referente en la celebración de comuniones, eventos, bodas y reuniones. Aunque la última será por los que han dado sabor, atención y calidad a su trayectoria estas cuatro décadas. Los más de cuarenta trabajadores que han formado parte de la historia de La Granja junto a familiares, amigos y allegados se juntarán ahí para poner un entrañable broche de oro.
La Granja escribe su punto y final, o un punto y aparte. Porque sus propietarios se retiran tras una merecida jubilación y después de que sus tres hijas, Lara, Lidia y Marina, hayan optado por no continuar con el legado de sus padres. «Nosotros nunca las orientamos a ello», reconoce Juan, y Yolanda lo confirma: «Es un trabajo muy esclavo y no es lo que queríamos para ellas». Además, de alguna manera si sus descendientes hubieran seguido con el restaurante, ellos también se habrían mantenido encadenados. Y se habría acabado convirtiendo en una cárcel. Y la Granja no es eso, es un remanso de paz a las puertas de los Valles Pasiegos, un bonito y trabajado recuerdo lleno de celebraciones que Juan y Yolanda han decidido dejar marchar. Porque, como dice ella, sin perder su jovial sonrisa, «lo que parece el final puede ser el principio».
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