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Corría el año de la pera cuando Jacques Montagnard de la Roue (quizá de aquí provengan los Rueda del valle de Toranzo), ya extenuado tras una larga cabalgada desde Aquitania, se detuvo a descansar en pleno remonte del Pas. Mientras su montura abrevaba, experimentó una extraña energía, una fuerza telúrica que se apoderaba de él. De pronto, tras semanas de camino, sintió renovadas sus fuerzas, y observó sorprendido que lo mismo le sucedía a su caballo, el célebre Célédonium, que relinchaba rejuvenecido, como un potro alborozado, y se le acercaba en una invitación para emprender la marcha.
Ni el calor atorrante, ni los pesados cueros y cota de malla ni las leguas que se amontonaban en su espalda y en la grupa de Célédonium hacían ya ninguna mella. Reemprendió el camino y preguntó a unos lugareños cómo llegar al Monasterio de San Martín de Turieno.
Le urgía alcanzar su destino. Desde que el maestre le encomendó la tarea de supervisar la custodia del Santo Grial, que la Orden del Temple había escondido siglos atrás en el remoto valle de Liébana, a salvo de razias y luchas intestinas. A lo largo de interminables jornadas, muchos avatares había afrontado el tesorero de la orden y futuro senescal en una encomienda que aceptó como mandato divino, pero al adentrarse en tierras montañesas, quién lo diría, se había extraviado hasta llegar al límite de sus fuerzas.
Cuando los pastores le explicaron que se había equivocado de valle, comprobó que, efectivamente, los caminos del Señor son inescrutables. Pero no flaqueó. Giró 180 grados para seguir avanzando y se encaminó de nuevo a Camaleño con renovado brío. Se sentía reconfortado, pletórico; henchido de fortaleza tras su reparador descanso. Su montura galopaba rauda, como nunca otro animal lo había hecho. Tanto que antes de que se pusiera el sol ya había alcanzado el monasterio. De la Roue desmontó con porte, sin ningún signo de fatiga, y golpeó las aldabas del portón.
El abad, presto y ceremonioso, le recibió para conducirle ufano a la cripta en que, bajo el altar, se custodiaba el cáliz. La santa reliquia estaba a salvo. Los monjes le agasajaron con una copiosa comida y su mejor orujo, pero con apenas unos bocados ya estaba saciado y unas horas de sueño le bastaron para descansar y emprender la senda de regreso. Jamás se había sentido tan vivaz.
Decidió entonces no regresar directamente a Aquitania, sino volver sobre sus pasos a aquella ribera en la que se había sentido rejuvenecer. La alcanzó presto para comprobar que de nuevo, a su paso por el mismo claro, sus fuerzas volvían a multiplicarse. Algún divino poder alimentaba de cierta manera su cuerpo y su espíritu infundiéndole nuevas energías.
Tanto fue así que a su regreso, cuando al fin se reencontró con el maestre, le habló no solo el buen estado del grial, sino los insólitos poderes de aquel emplazamiento perdido en Cantabria. Tan enfática y elocuente fue su narración, que los Templarios decidieron construir allí un castillo al que destinaron una guarnición.
Tiempo después, cuando Felipe IV de Francia inició la persecución contra los Templarios el Clemente V rubricó su orden de disolución, le leyenda negra y el empeño que se puso en borrar su nombre terminó con los documentos y sepultó para siempre su nombre. Y con la destrucción de la fortaleza, de la que no queda ningún resto, se extinguió el último vestigio del Temple en Soto Iruz.
Pero los templarios no daban puntada sin hilo. Se habían instalado allí por algo. Fueron los primeros en advertir que en diferentes emplazamientos de Soto Iruz opera algún tipo de fuerza telúrica que recarga de energía a quienes pasan por allí. Pero cuidado, porque toda redención tiene también su némesis, y si se escogen mal las coordenadas se corre el riesgo de que ocurra justo lo contrario: que Gea absorba esas mismas energías que otras veces regala y suma por un tiempo al paisanaje en una extraña debilidad y abulia.
Naturalmente, toda la historia es ficción, pero a nuestros días han llegado tanto la fábula del Santo Grial en Santo Toribio de Liébana, denominación actual de San Martín de Turieno como el relato de que Soto Iruz cuenta con poderosas fuentes de energía y que por eso los templarios levantaron un castillo a orillas del Pas. Toda una oportunidad de negocio para el valle, porque con el paso del combustible fósil al eléctrico todo es cuestión de instalar unos puntos de recarga. Se van a forrar.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
José A. González y Álex Sánchez
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