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De piedra, hierro y cristal, el Mercado de la Esperanza preside desde 1904 la plaza con la que comparte nombre en el centro de ... Santander. Se construyó con el objetivo de convertirlo en la plaza de abastos por excelencia de la ciudad, título que sigue ostentando a día de hoy, ya que allí se acercan a diario cientos de personas para hacer sus compras. Es, de hecho, el segundo edificio más visitado del municipio, solo por detrás del Palacio de La Magdalena. Aunque se ha sometido a alguna que otra rehabilitación con el paso de las décadas, el inmueble conserva su imagen clásica y la misma ordenación que hace 70 años, con la planta baja enfocada a la venta de pescado -las pescaderas no llegaron hasta los 40- y, la superior, a las carnes y embutidos.
Fue a finales del siglo XIX y en pleno auge del comercio marítimo cuando las autoridades empezaron a plantearse la necesidad de abrir una gran plaza de abastos, ya que hasta ese momento los comerciantes vendían en la calle sin un orden ni horarios concretos. El proyecto lo diseñaron los arquitectos Eduardo Reynals y Juan Moya en 1897 y fue una realidad siete años después. El edificio apenas ha cambiado desde entonces, aunque sí lo ha hecho aquello que le rodea. Sobre todo, la clientela y la forma de trabajar. Durante esas primeras décadas del siglo XX, las mujeres -iban principalmente ellas- acudían al mercado con grandes cestas y sacos de diferentes telas para hacer la compra. En cuanto a la mercancía, animales como burros o mulas eran entonces los encargados de llevar las frutas, verduras, carnes y pescados desde las huertas y granjas de los comerciantes, o desde el mismo mar, hasta los puestos de la plaza.
2024
Principios del siglo XX.
El Mercado de la Esperanza se construyó para asumir todos los puestos que había en el mercado y mercadillo de Atarazanas. Los primeros en mudarse fueron los puestos dedicados a la carne y fruta. En concreto, se subastaron algo más de 120 puestos que se destinaron a carne de vaca, de cerdo, de carnero, comercios de manteca y leche, de caza y aves, de verduras, frutas y embutidos.
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Las pescaderas tardaron más en trasladarse a La Esperanza, ya que estaban muy arraigadas a la zona de Atarazanas por estar a pie de mar. Se quedaron en un mercado que se inauguró allí apenas un año después que el de La Esperanza, aunque se conservó peor y tuvo que ser derribado unas décadas después. A las pescaderas no les quedó más remedio en ese momento que trasladarse a la Esperanza, que sumó 101 puestos en su planta baja para estas comerciantes en 1940.
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Hubo un punto de inflexión en el que las autoridades se cuestionaron qué hacer con el mercado: demolerlo o rehabilitarlo. Fue en los años 70, con el edificio muy deteriorado por el paso de los años. Las fachadas estaban llenas de carteles, el tejado tenía goteras y el saneamiento se había obstruido. El Ayuntamiento se decantó finalmente por renovarlo y las obras se proyectaron en 1977. Dos años después arrancaron las intervenciones: se limpió la piedra, se sustituyeron los ventanales de hierro por aluminio, se pintó, se cambió el suelo, se hicieron baños y se reparó el tejado. A finales de los 90 se colocó el ascensor para que los comerciantes pudieran subir la mercancía y el edificio está ahora a punto de someterse a una nueva intervención para renovar las zonas comunes, el puesto de control de los vigilantes, los vestuarios y los aseos.
La forma de trabajar y de vivir ha pasado por muchas fases durante los 120 años del Mercado de la Esperanza y, aunque el consumo es diferente y los supermercados son hoy una fuerte competencia, esta plaza sigue siendo emblemática, ese espacio al que los clientes acuden en el día a día y, sobre todo, cuando tienen que hacer la compra para un evento especial.
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