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Álvaro Machín
Domingo, 21 de agosto 2016, 07:31
Cuando llegaron a uno de los extremos e iluminaron, después de un buen puñado de metros con el fango por las rodillas, se toparon con un amasijo que recordaba poco a las bicicletas que fueron en su día.
Habían entrado por López Dóriga y estaban ... ya a la altura de Lope de Vega. Las dos cuestas unidas sin pisar las calles que hay en el mapa, sin atravesar los edificios.
Un paseo bajo tierra por unas galerías de dos metros de altura que andan muy cerca de la plaza que se abarrota cada noche del fin de semana. A un paso de Cañadío.
Un camino oculto, casi una leyenda urbana de pasadizos. Allí delante, tras los hierros retorcidos, la pared estaba tapiada. Pero no fue difícil sacar conclusiones. El acceso por el que entraron, justo tras la comisaría de la Policía Nacional, desembocaba en lo que durante décadas ha sido uno de los más famosos talleres de bicicletas de Santander. Y no eran las dos únicas entradas.
Los túneles, ahora tapiados, llegan hasta dos locales de hostelería de Daoiz y Velarde. Mucho más abajo. ¿Y qué son? La respuesta hay que buscarla en las estructuras de los 114 refugios antiaéreos de diferentes tipos con los que llegó a contar Santander. De hecho, del refugio de la Cuesta de las Cadenas se ha hablado otras veces. Pero estos pasadizos y su ubicación exacta han sido para muchos un secreto. Un maravilloso misterio en una ciudad que aún esconde buenas historias.
Lo que más les sorprendió fue el desnivel. Las pendientes en los pasillos abovedados. Lo cuenta Esteban Sainz, el responsable de la Escuela Taller de Santander. Les llamaron porque había una grieta en la esquina noroeste del Colegio Menéndez Pelayo y en la reparación surgió algún problema.
«Empezaron a echar hormigón y vieron que aquello chupaba...». Ellos se habían ocupado años antes de la restauración de las fachadas de la escuela que proyectó Javier González Riancho y les pidieron su colaboración. «Teníamos conocimiento, de cuando hicimos el estudio de rehabilitación del refugio de la Plaza del Príncipe (el que está abierto al público), de la existencia de un refugio bajo el colegio».
Lo siguiente fue contar con el servicio de topografía del Ayuntamiento de Santander y con el departamento de Nuevas Tecnologías de la propia Escuela Taller. «Se trató de hacer el levantamiento topográfico de todo aquello para tenerlo documentado en caso de otras posibles obras en el futuro y saber qué zonas podrían derrumbarse llegado el caso». Jesús de José (topógrafo municipal) y Óscar Cosido (monitor de la Escuela Taller) se encargaron de coordinar unas tareas que incluyeron, entre otras cosas, también una completa reconstrucción del entramado en 3D.
Para acceder por la boca que hay tras la comisaría de López Dóriga, pegada al palacete de Cortiguera, tuvieron que utilizar una palanca. Y para moverse con seguridad, un buen equipo de iluminación y botas altas (además de todo el utillaje para la topografía). «Hay zonas que están bien y otras, no tanto». Para hacerse una idea, lo que vieron se parece a las galerías de una mina, que aprovecha las laderas. «Casi todos los refugios fueron, de hecho, construidos por mineros aprovechando su habilidad». Mano de obra especializada traída para trabajar en una ciudad que multiplicó su población con los refugiados que llegaron del País Vasco, Castilla...
Desnivel, muchas filtraciones convertidas en una buena capa de barro y un ladrillo visible y bien conservado salvo en las zonas en las que se ha intervenido (fuera, en el exterior, con sus consecuencias, no dentro).
«Sí que nos sorprendió que fuera tan largo». Es bueno situarlo en el mapa para hacerse una idea. Cuatro bocas. La de López Dóriga, la de Lope de Vega y las dos de Daoiz y Velarde. Para los que conocen la ciudad por los locales de hostelería y así poder hacerse una idea aproximada, lo equivalente a conexiones bajo tierra entre la antigua sala El Divino, el local del Malaspina (justo al lado del colegio), el restaurante Sofía (en el callejón de la tienda de bicicletas y las escaleras que suben hacia el colegio) y dos conocidos restaurantes como La Cigaleña y el Mesón Goya, como referencias aproximadas en la parte más baja.
Y más, porque aunque no tenga salida, las galerías se prolongan hacia el Norte coincidiendo con los dos extremos del colegio e incluso hacie el Noroeste. A la hora de dibujar el mapa, colocaron líneas intermitentes en las zonas a las que ya no pudieron acceder. «Había más, pero no se podía pasar. Es posible incluso que hubiera más entradas un plano consultado perteneciente al archivo militar de Ávila fijaba inicialmente tres». Derrumbamientos, inestabilidad...
«Este refugio estaba instalado en los bajos del Grupo Escolar que hoy conocemos como Colegio Público Menéndez Pelayo entre las calles Lope de Vega y López Dóriga o Cuesta de las Cadenas. Es el gran refugio de galería de la ciudad con una cabida para 2.000 vecinos, lo que le convertiría en el más grande de todos los que había de este tipo», puede leerse en el libro Una ciudad bajo las bombas, de José Manuel Puente Fernández.
«Ya se le referencia prosigue la información en el texto en la lista aparecida el 25 de diciembre en la prensa regional como Túneles. Cuesta de las Cadenas. En abril de 1937 aparece como Lope de Vega y Cadenas (G. Escolar)».
El autor, tras enumerar una serie de datos técnicos, indica que «sorprende la extensión de sus galerías terminadas y el proyecto que se pensaba ejecutar». «Desconocemos hasta qué punto se desarrollaron la obras pero, de haberse terminado, la red de túneles habría alcanzado casi un cuarto de kilómetro».
Los objetos
Y tanto. Fue un «largo paseo», describe Cosido (el monitor en la Escuela Taller). Muy virado y en medio de una oscuridad abrumadora resuelta a base de linternas y focos instalados para poder avanzar (el refugio original tenía luz). «Tenía que ser una sensación dura», añade Sainz pensando en los que pudieron pasar allí horas en tiempos complicados. No cuesta imaginarlo. El temor, la atmósfera, la presión de los cuerpos, la humedad...
A lo largo del recorrido, convertido en una especie de sube y baja, los investigadres se toparon hace cuatro años con los restos de una botella de anís, de varios casquillos de bombillas y de otros objetos de vidrio.
Sillas viejas y pedazos de lo que pudo ser un rudimentario mobiliario (que ocupara poco espacio, porque la clave de este lugar era que albergara al mayor número de personas posibles, hasta un total de 2.000 en este caso). Incluso algo parecido a las tripas de una camilla. Eso pensaron porque ahora es irreconocible.
Justo como las bicicletas, lo más curioso del viaje subterráneo, aunque ese improvisado almacén es, muy probablemente, posterior. De antes de que tapiaran la entrada del pasadizo a la parte trasera del taller de Lope de Vega. Una pila amontonada sometida a la erosión de la humedad y los años. Las que nunca fueron a buscar (un final de película).
También resulta curioso que en uno de los tramos se observan con facilidad son mucho más nuevos los cimientos del nuevo pabellón del propio colegio Menéndez Pelayo. El plano no deja lugar a dudas.
El patio y ese mismo pabellón están por encima de las galerías principales de la estructura de túneles. Allí mismo está, precisamente, un respiradero en la parte más elevada. Casi justo en el centro del campo de fútbol que puede verse en el mapa. Muy curioso.
sobre la antigua bolera
Es lo que ocupa una mayor porción del espacio que hay encima de las galerías y el culpable indirecto de la expedición de hace cuatro años por unas reparaciones en una de sus esquinas. Y tiene historia.
El colegio Menéndez Pelayo, en lo alto, semiescondido, es un edificio llamativo y poco conocido. Se instaló en las antiguas Boleras de Rasilla, que lindaban al sur con los terrenos de la fábrica de cervezas del conde de Campogiro. La factoría estaba junto a una popular fuente y muy cerca de allí atracaba El cervecero de Cañadío, el velero en el que se exportaba la cerveza.
Javier González Riancho fue el arquitecto encargado del diseño del edificio. Uno de los aspectos más llamativos es la abundante decoración de azulejos de la parte exterior, realizados por una empresa de Castellón y que ejecutó Luis Sabat.
Su firma es visible en unas imágenes en las que aparecen niños jugando a la peonza, a los bolos... Y también el retrato del propio Menéndez Pelayo. El 25 de abril de 1928 se colocó la primera piedra de un edificio en el que las clases comenzaron en 1930, según indica un trabajo de la Escuela Taller, que se ocupó de una rehabilitación en 2001.
Repasando las fotos que tomaron durante los trabajos se pueden ver unas baldas aprovechando una de las esquinas y también los cascotes de zonas derrumbadas y hasta los ladrillos nuevos de las bocas selladas con el paso del tiempo junto al desconchado de un encofrado que llegaba más arriba.
Porque el acceso hoy en día no es posible. Nada de esto permanece a la vista. Las calles bajo las calles. Oculto. Por eso, el trabajo que hicieron en la Escuela Taller Nuevas Tecnologías (hay unas fotos que simulan cuál sería el estado actual de la estructura una vez limpia y una especie de recorrido en vídeo) cobra aún más valor. Un regalo para los amantes de la curiosidad.
Las ordenanzas
Como las normas vigentes para el uso de estos lugares entre julio de 1936 y agosto de 1937. El tiempo de las bombas. Órdenes, en un lenguaje envejecido por el calendario, «cuyo cumplimiento será inexcusablemente corregido con las máximas sanciones que procedan». El «inexcusablemente» aparece varias veces en las Ordenanzas firmadas en mayo por el alcalde de entonces.
«Se prohíbe terminantemente especifican fumar ni encender cerillas ni ningún otro material productor de humos, que pueda viciar la atmósfera de aquellos lugares». Un incendio hubiera convertido esas galerías en una ratonera trágica. También, en la idea de ocupar lo menos posible, el uso de «sillas o bancos excepto cuando de ellos hayan de necesitar las personas ancianas». Guardar el más absoluto silencio, nada de comidas, bebidas, «de encender lumbres» en el interior...
Se fijaba un orden de preferencia para el acceso: «Primero los niños, después las mujeres y, en último término, los hombres en aplicación del deber de protección que hacia los primeros éstos tienen». Con atención a aspectos como «el estacionamiento de personas en las puertas» obviamente prohibido y el intento «por cuantos medios sea posible», de que los críos ocuparan «los centros de las galerías, a fin de que circule con más facilidad el aire».
Entrar y salir. «Tan pronto aclara el punto cuatro como se oiga el toque de las sirenas anunciando la vuelta a la normalidad, deberían todos los que se encuentren en los refugios, excepto los ancianos, desalojar inmediatamente aquellos».
El último apartado es más bien un recordatorio: «Queda absolutamente prohibido el ensuciar los refugios con papeles, residuos de comida, así como realizar cualquier necesidad orgánica». Paradojas. Porque esa era la norma escrita para unas galerías escondidas justo al lado de un lugar llamado Cañadío...
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