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Mariña Álvarez
Martes, 18 de octubre 2016, 11:09
Doña Elena vive en el mismo edificio que construyó con su marido hace más de medio siglo en el ya famoso callejón de la Bajada de San Juan. Está viuda y reside con sus hijas, yernos, nietas, nietos y biznietas, todos juntos en la casa ... de tres alturas dividida en apartamentos cuyas puertas nunca se cierran. Las niñas, de 5 y 11 años, pasan libremente de un piso a otro, porque en el bajo B, que es la única vivienda en alquiler de todo el inmueble, vive desde hace 18 años un matrimonio con un hijo adolescente que ya son «como de la familia». Hace tres semanas que el inquilino les dijo: «Os presento a Toni, mi sobrino de Madrid, que ha venido a pasar unos días».
Y los días pasaron, entre comentarios sobre ciertas rarezas del madrileño que creían intrascendentes, hasta que este miércoles, a las 7.37 de la mañana, dos minutos después de que el chico del bajo B saliera hacia el instituto, sus vidas dieron un vuelco. «Escuchamos un golpe tan, tan fuerte que nos caímos de la cama, y luego: "¡Policía, no se muevan!», contó la nieta de doña Elena que vive justo encima. Toda la familia se asomó a las ventanas. Decenas de agentes de asalto en su pequeño callejón, la puerta derribada y al sobrino que se lo llevan esposado, y el marido, alucinado, asistiendo desde el patio delantero al espectacular dispositivo montado dentro de su casa. «¡Pero qué hacéis! ¡Estáis matando a mi mujer, se está ahogando!», gritaba. Su esposa estaba sufriendo un ataque de ansiedad y tuvo que ser trasladada al hospital. Él se quedó allí preguntando «¿por qué?», sin obtener respuesta... «La Policía nos ordenó que nos metiéramos dentro de casa, pero pasado un rato salimos a atenderle por si necesitaba algo. Le dije: "Esto es muy gordo, algo muy gordo ha tenido que hacer; armas, drogas..." ¡Madre mía, nadie sabía lo que estaba pasando!», rememora otra de las nietas, «pues no me puedo explicar qué será», le respondió el tío de Toni, del que en ese momento las caseras desconocían la identidad completa. Enseguida salieron de dudas.
SUS RUTINAS EN SANTANDER
Antonio Ortiz estuvo entrenando hasta el día anterior a su detención en un gimnasio de Santander, situado en la calle Gutiérrez Solana, donde había comprado un bono quincenal. Iba a diario, un par de horas al mediodía, la franja en la que había menos gente, como él mismo se encargó de cerciorarse preguntando al dueño. Utilizaba las máquinas de musculación, la piscina y el spa, sin relacionarse con nadie «ni levantar sospecha alguna», dijeron ayer en el establecimiento, donde también comentaron que «se le veía que era una persona de gimnasio , que no estaba empezando. Se le veía fuerte, con entrenamiento planificado».
El gimnasio, sus horas muertas con el teléfono móvil delante de la casa de sus tíos y alguna que otra caña en los bares del barrio de la Bajada de San Juan, como el Cilio y el Lorito, ocuparon los quince días que estuvo en Santander hasta que fue detenido. Hay vecinos que aseguran que también lo han visto este pasado lunes sentado en un banco de un pequeño parque situado al lado del colegio San José, en la calle La Enseñanza, «a las 14.30, bebiendo una lata, él solo, como esperando a que salieran los alumnos».
«Nos enteramos por la tele». Antonio Ortiz Martínez. Fue así cómo supieron que era el presunto pederasta de Ciudad Lineal, el criminal más buscado del país, con el que llevaban conviviendo casi tres semanas «con las puertas siempre abiertas», remarca, señalando con los ojos a su hija, una preciosa niña rubia. «Tiene cinco años, y la otra tiene once. Justo las edades de sus víctimas, entre cinco y once», comenta, conteniendo el gesto.
«No sabíamos nada»
Tras el susto inicial y el desconcierto, llegó «la rabia y el agobio» al saber que habían convivido con un peligroso pederasta y por residir en uno de los principales escenarios del dispositivo para dar caza a Ortiz, del que todos ellos son también un daño colateral. Los residentes del barrio también pasaron de la sorpresa y el miedo a la indignación al saber que el criminal había ido a esconderse a Santander. Y el tío explotó después de que unos vecinos le increparan desde un coche. «¡Tú lo has encubierto!», le gritaron. «No sabíamos nada, encima me amenazan, con la que nos ha caído... ojalá estuviese muerto», se lamentó en medio de la calle, en uno de sus escasas salidas de casa en estos dos días.
Ayer, una verja de hierro sustituía ya a la puerta derribada por la Policía el día anterior. Los cristales siguen rotos. Desde dentro, el matrimonio se niega a hacer declaraciones «por recomendación de la Policía» y pide «respeto». En su defensa, salieron sus vecinas, las nietas de doña Elena, que aseguran que los propios agentes las tranquilizaron en pleno dispositivo: «Contra ellos no toméis represalias, ellos no tienen nada, nada que ver», contó una de ellas. «Son muy buena gente, queremos que se sepa. Si hablamos ahora es, primero, pensando en mi abuela, y después en ellos, que de verdad que no sabían nada. Y para que esto no vaya a más y no nos encontremos en casa una pintada, o alguno tire piedras, y este patio, este estrecho callejón... Nos da miedo que alguno quiera hacer algo malo».
Esa «mirada rara»
Ahora que todo pasó van cobrando sentido las «cosas extrañas» que observaban en el sobrino de sus inquilinos. Cuentan que se pasaba horas fuera de la vivienda: o sentado en el patio del callejón de la casa o bien en un escalón de la acera de la Bajada de San Juan, «te lo podías encontrar a las siete de la mañana, a las tres de la tarde, a las once de la noche... sentado y chateando por el móvil, siempre el móvil, el móvil, el móvil; llegamos a comentar que quizá no tenía cobertura dentro», cuenta una, «y siempre vestido de la misma manera, pantalón vaquero, camiseta negra y mochila negra», añade su hermana, que un día que salió temprano para ir a trabajar se lo topó en el patio: «¡Joder, qué susto! Y le dije "Ay, menos mal que eres tú", fíjate, si llegamos a saber...». Apenas hablaba, más que para los saludos de rigor, «siempre educadamente», puntualiza una nieta, «mi abuela nos decía que quizás era tímido», «pero yo sí observé que nunca miraba a los ojos, que saludaba sin levantar la cabeza, tenía una mirada rara, mala pinta, a mí no me daba confianza», apunta otra de ellas, «cuando vino la Policía pensé: "A por el rubio vienen"». «Era como si estuviera esperando a alguien, parecía el portero», concluyen.
La familia ignoraba que algunos policías habían alquilado apartamentos en los entresuelos del bloque situado al otro lado de la Bajada de San Juan. Estaba permanentemente vigilado, pero ellas sí saben que sus niñas no corrieron peligro. «Cómo iba a venir a Santander a liarla, no iba a atreverse. Pero nos queda esa angustia...».
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