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Javier rodríguez
Miércoles, 17 de febrero 2016, 19:23
Convertida Santander en una gigantesca tea, las autoridades dictaron leyes propias de un Estado de Guerra. Objetivo: controlar de inmediato el caos. Policía, Guardia Civil, Ejército y Bandera de Choque de Falange se pusieron al frente de su cumplimiento. Mientras tanto, bomberos municipales y voluntarios ... hacían cuanto podían, pero su titánica labor resultaba, por razones obvias, insuficiente. La magnitud del fuego era extraordinaria.
Brotó la esperanza de alcanzar una solución definitiva cuando, tras sortear innumerables obstáculos en las carreteras de acceso, lograron entrar en la ciudad bomberos procedentes de Torrelavega, Bilbao, San Sebastián, Burgos, Palencia, Valladolid, Oviedo, Gijón y Avilés que, en varios casos, pudieron aportar material moderno: autobombas, automóviles-aljibes, etc. Todos ayudaron en la tarea a sus exhaustos colegas santanderinos. El tremendo cansancio que implicó la lucha sin tregua contra las llamas queda reflejado en el testimonio de un bombero local, el conductor Fernando Somarriba. Relataba que, después de trabajar con sus compañeros treinta y seis horas seguidas, estaba tan al límite de las fuerzas que se tumbó en un portal de la calle Arrabal y se quedó dormido. Fue al despertar cuando comprobó que dormía («sin enterarme», matizaría) sobre un charco del agua que había ido cayendo por la escalera.
Para colaborar llegaron también a Santander unidades militares. Desde Burgos, Infantería del Regimiento de San Marcial, Grupo de Alumbrado, Batallón de Automóviles y Policía Armada. Desde San Sebastián, el Batallón de Zapadores del Regimiento nº 6 y Policía Armada. Y desde Madrid, Ingenieros. La existencia de mayores medios permitió evitar el desorden social e impedir el paso del fuego a más edificios, a la vez que fueron derribadas ruinas humeantes para que el escombro apagara las llamas y evitar peligros mayores. En tal circunstancia fallecería el bombero de Madrid Julián Sánchez, herido de gravedad durante el derrumbe de una fachada.
¿De qué unidades disponían los bomberos locales para combatir el fuego? He aquí la breve nómina. Del Parque de Bomberos Municipales: Merryweather-London, autobomba que data de 1912. Del Parque de bomberos voluntarios: De Dion-Bouton-Poteaux, autobomba de los años veinte, y Lincoln, vehículo de transporte de personal. Del resto no existen, por ahora, documentos acreditativos de su intervención. Damián Casanueva, que cuando ocurrieron los hechos era jefe de los Bomberos Municipales, declararía muy descriptivamente: «Iniciaron la tarea de sofocar el incendio unos sesenta hombres, pero luego muchísimos elementos de la población civil aportaron su esfuerzo». Y añadió: «Puedo asegurar que la magnitud de la catástrofe hizo estéril cualquier intento de acabar con el incendio. Igual daban sesenta que seiscientos» (en total, intervinieron en el caso 211 bomberos). Por su parte, el historiador Modesto González, autor de los libros Génesis e historia de los bomberos municipales de Santander, 1535-2005 y Real Cuerpo de Bomberos Voluntarios de Santander. Más de un siglo de historia, sostiene que «ni todo el cuerpo de bomberos de la ciudad de New York podría haber hecho frente a este descomunal incendio».
Según Arsenio Callejo, bombero municipal, «con los medios que tenían mis colegas no podían hacer frente a un incendio de tales características. Fue imparable. El viento resultó tremendo. Quizá incluso superó los doscientos kilómetros por hora. De hecho, rompió los aparatos de medición. Y ante algo así, nada se puede hacer. Los tejados carecían de tejas porque se las había llevado el viento. Prendían rápidamente las ripias y, en consecuencia, las vigas. Además, no había forma de subirse a tal altura con los medios de entonces. Las escaleras eran de mano. No existían los sistemas mecánicos de hoy, que tampoco podrían usarse. De hecho, una escala o un brazo telescópico actuales, por automedida de seguridad, a determinada intensidad de viento tampoco funcionan. Más de una vez, incluso, tuvieron que salir de determinadas zonas y replegarse para no ser devorados por las llamas». Su padre, también bombero, le hablaba de «las difíciles condiciones» en las que trabajó, y eso que su época profesional fue bastante posterior al incendio, pues entró en el parque en 1960. «Mis colegas de aquel incendio sí que fueron auténticos héroes. Arriesgaron sus vidas por salvar a la ciudad y a sus gentes», concluye. Suscribe sus palabras Ángel Quintos, experto en los bomberos y su historia, para quien la labor desarrollada por los santanderinos en las primeras horas del siniestro constituyó «una síntesis de esfuerzo y entrega mucho más allá del deber. Y eso solo se resume con una palabra: heroísmo».
Luis Ángel Teja, bombero, hijo de José (bombero municipal que participó en el incendio) y nieto de bombero, dice que «los compañeros que venían a colaborar desde otros lugares no tenían los mismos sistemas que había aquí. Por ejemplo, se enganchaban las mangueras a las bocas de riego, pero pronto se quedaban sin agua porque al abrir tantas a la vez se perdía la presión. Había también bombas pequeñas con mangueras que eran de lona y recogían el agua de la bahía. La Merry permitió realizar una labor importante. Fue una suerte disponer de ella. En España la había en muy pocos parques de bomberos. Resultó el vehículo más importante, pues los municipales solo tenían una autoescala de madera, tipo carro, y creo que también los voluntarios. Pero mi padre siempre me comentó que el mayor problema para atajar el fuego fue la falta de acceso al agua. Su avance iba mucho más rápido de lo que los bomberos podían sofocar con la infraestructura que existía».
Eduardo Delgado, bombero e hijo de bombero voluntario, evocaba lo que vivió su padre, participante en el incendio. «Recuerdo que estábamos en casa, en el parque de los voluntarios. Mi padre era conductor y salió a apagar una chimenea que estaba en llamas en la calle Florida, algo que era muy frecuente porque en las cocinas económicas se quemaba de todo, desde serrín a las alpargatas viejas. Volvió de Florida y, al poco, tocó de nuevo la campana. Todos corrieron porque el incendio era entonces en la calle de Cádiz. En el parque quedaron los niños y las mujeres. El jefe de los bomberos voluntarios era entonces Cañedo, un contratista de obras... En una semana, por orden militar, no se pudieron encender fuegos en las casas para cocinar. Mi padre y el resto de bomberos voluntarios faltaron de casa los dos días del incendio». Seguro que cada uno de aquellos valerosos hombres hubieran suscrito las palabras del inolvidable historiador local José Luis Casado Soto: «Encoge y acongoja el ánimo evocar la memoria de lo que pudieron sentir los miembros de tantas familias acumuladas en plena calle, azotadas por tremendas ráfagas de viento, aferrándose a los pocos enseres que les dio tiempo a retirar de sus viviendas antes de que fueran pasto de la hoguera».
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