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Álvaro Machín
Miércoles, 17 de febrero 2016, 19:44
Se luchaba por cada metro cuadrado. Por ganar un hueco para una vivienda que, en general, presumía de estrecheces. Y ya que a ras de suelo no quedaba margen para ocupar nada, aquel Santander viejo que alimentó la hoguera estaba lleno de balcones. Miradores que ... sobresalían, buhardillas, que hacían de las propias calles de las menos anchas casi arcos que se cerraban en las alturas en los que poder saludarse con el vecino de la otra acera sin gritar mucho. Menos luz y hasta más facilidades para el fuego en su afán por contagiarse. Por destruir unos hogares que, con matices (y con muchas excepciones), obedecían a un mismo perfil: estrechos, profundos y más bien oscuros. Muy sobrios, nada recargados de muebles. «Eran explica el catedrático de Historia del arte de la UC Miguel Ángel Aramburu-Zabala lugares para retirarse a dormir y para guardar las cosas. Pero la vida se hacía, sobre todo, en la calle».
Apenas hay imágenes interiores. Tampoco era cuestión de enseñar nada. Si acaso, los testimonios y el tiempo hace que en el pasado todo pareciera más grande. Sergio Martínez es doctor en Historia (Universidad de Cantabria). Un estudioso de las ciudades medievales, de sus huellas, unas marcas que en Santander quedaron arrasadas salvo en la Arrabal y en la calle del Medio. Las casas cambiaron muchísimo con el paso de los siglos, pero la estructura se mantuvo en buena parte de ese casco antiguo hasta 1941. En un trabajo del propio Martínez junto a Beatriz Arízaga se describe el edificio típico medieval que hubo en Santander. Planta baja dedicada al taller, al trabajo. En la inmediatamente superior estaría la cocina y la habitación y, arriba (en la última altura), se ubicaba el desván (sobrado). Plantas alargadas con una única ventana exterior por cada piso en la fachada «y algo insalubre». Darían, por la trasera, a la espalda de otro edificio similar (al revés) separados por un diminuto patio, una servidumbre de luces. «Primero lo hacían todo de madera y luego empezaron a hacer los muros laterales, los medianeros, de piedra. Fue precisamente por los incendios». Si uno mira las fotos de las ruinas tras las llamas verá justo estos muros, lo que quedó a duras penas en pie. «Para hacerse una idea de algo que ha llegado hasta nuestros días de esta época, la Puebla Vieja de Laredo es un buen ejemplo».
¿Y qué quedaba de esta estructura en los hogares de los santanderinos de 1941? La Puebla Vieja y la Nueva ocupaban un amplio espacio. O sea, que había edificios muy distintos. Casonas y hasta palacios. Viviendas viejas y edificios que levantaron tras derruir algunos de los antiguos. Casas de burgueses puestas bien y barrios populares no tan bien puestos. No era lo mismo vivir en Rúa Menor mala cosa para regresar al hogar por la noche que en La Ribera calle ancha. Tampoco ocupar un hueco en los restos medievales que vivir en el Palacio de Villatorre, en la Plaza Vieja.
La evolución de los viejos edificios fue en altura añadiendo plantas y en parcelación. De herencia en herencia, se fueron achicando. De un edificio completo a uno, más estrecho, partido en dos. Y luego, «convertido en un auténtico laberinto, lleno de recovecos». Lo apunta Aramburu-Zabala. El taller medieval se transformó en el bajo comercial, en los bazares, «las tienducas». Se subía por unas escaleras estrechas a las plantas, con habitaciones diminutas seguidas, una detrás de otra, que muchas veces tenían la cocina sin separación. Cocinas de carbón que servían para calentar el hogar, junto a los braseros «y la chimenea y el humo salían por dónde podían».
Con esa única ventana por planta, con cada paso hacia el fondo de la vivienda, menor era la opción de luz natural y de ventilación. Por esas ventanas se ganaron metros ocupables en forma de balcones o de miradores que se cerraban si había dinero para hacerlo. «Se pegaban por cada metro cuadrado». El experto habla de «cosas sencillas» en cuanto al menaje y a la decoración. «Estas casas siempre ciñéndose a lo que quedaba de las épocas más antiguas eran muy diferentes a las del ensanche, no eran lugares demasiado agradables para pasar el tiempo y las calles tenían mucha vida. El Cabildo de Arriba, por ejemplo, en su día supuso una alternativa mejor de lo que había». Pocos muebles, «lo básico, incluso en las casas nobles», aunque la distribución, en ese caso, no tuviera nada que ver .
El palacio de Villatorre, por ejemplo, tenía un gran salón haciendo esquina con el balcón que daba a la Plaza Vieja. Tenía archivo, porque la gente de bien tenía que guardar sus papeles, y otro salón considerable en la parte orientada a la calle Santa Clara. La escalera que conducía a la planta noble tampoco tenía nada que ver con las de las casucas. Era otra cosa. Y ya quedaba claro con el escudo que había en la fachada. «En las casas que se hicieron en el siglo XVIII había muchos escudos que se guardaron y durante años estuvieron puestos en Las Alamedas. Pero alguien los enterró y no hemos vuelto a saber de ellos», denuncia. Otro detalle distintivo de ese casco viejo desaparecido. Las casas con escudo. Aún hoy, 75 años después, hay uno medio desgastado en un edificio de la calle Alta que se salvó por poco y que ha quedado pegado a una nueva construcción. Es el número treinta y dicen que es la casa civil dedicada a vivienda más antigua que queda.
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