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La buhardilla huele a castañas cocidas. Las ha encontrado en un carro abandonado que nadie ha retirado aún de la acera. Cada vez que vuelve a la posada, mete la mano en el cesto y se guarda un puñado en el mandil. Nadie la ha visto hacerlo. En verdad, nadie ve nada últimamente en Santander: todo el mundo anda buscando entre los muertos. Han pasado seis días y el aire aún huele fétido como el hueco que dejan las muelas al caerse. Dicen que se debe al lodo que cubre toda la ensenada del muelle de Maliaño; que hasta el Hotel Continental tiene barro en sus alfombras, pero ella sabe que la carne podrida produce ese hedor. Por eso cuece las castañas, para respirar un aire limpio, como de bosque. «El señor las tomaba hervidas», le dice al viejo de la entrada cuando le presta el hornillo con un cazo. «El señor nunca las tomaba asadas porque le manchaban las manos de hollín, aunque en verdad le daban gases. Y los señores no tienen gases. Ni suplican. Ni dudan de Dios ni saltan por los aires. Y ya ve».
Ha llegado de las primeras a esa posada de la calle Mayor donde siguen aceptando huéspedes por clemencia. Todos son iguales. Traen la piel negra. Les falta pelo. Extremidades. Humanidad. Tienen la ropa mojada. Vienen solos y se amontonan en habitaciones como si fueran sacos de harina. Ella tuvo suerte y la alojaron arriba. En la buhardilla. Por las mañanas escucha a las gaviotas rascar el tejado con sus uñas. Pican el musgo en busca de gusanos. Anidan. Benditos ruidos, dice, así sabe que las vigas de madera no son pasto de las pavesas que sobrevuelan desde los tejados ardiendo de la calle Calderón. Las ve brillar por la noche, cuando no soporta los aullidos al otro lado de la puerta y escala a la azotea para buscar el silencio. Pero el ruido está dentro de ella. La explosión se lo metió dentro, como a otros les metió la metralla, el fuego, las maderas puntiagudas.
Por la calle Méndez Núñez hay pedazos de hierro que exhalan calor. Parecen cadáveres que se resisten a morir, ningún hombre se atreve a tocarlos. Por ahora, los carros que se acercan al muelle de Maliaño siguen cogiendo a paladas trozos de carne, ropa, piernas que parecen prótesis. Ella ha visto un zapato de caballero perfectamente atado con los tacos de la suela recién puestos. Y dentro el pie. Sólo el pie. «¿Se puede coger a paladas la sangre?», le preguntó a un mozo que subía con ella las escaleras de la posada. «Señora, hasta el alma cabe en esas palas», y ambos pisaron más fuerte los peldaños mientras ascendían, como si las ánimas temieran el ruido.
Ese era su mayor temor; que el alma del señor estuviera merodeando, que la vigilara. Sentía su presencia hasta en la intimidad del baño. No era capaz de hacer de vientre, y eso que sólo comía castañas. Había nacido para servir, pero su tiempo ahora era una trampa. Alguien le acabaría levantando la mano. Vaga. A quién sirves sino a ti. Por eso le buscaba. No a él, sino a su cuerpo. Debía darle descanso eterno. Ella no era como las otras que buscaban vivos. Ella vio su espalda a pocos metros del muelle.
La raya torcida de su traje. Es lo último que vio. Lo único que vio. Luego sólo hubo vacío, como si el aire se escondiera y saliera en su lugar una bestia del fondo del mar, una bestia de fuego y ruido. Ese ruido que puede matar por dentro. ¿Y si hubiera mirado por él en vez de ser tan entrometida? ¿Por qué le preguntó qué llevaba en las bodegas ese vapor que estaba ardiendo? ¿Cómo podría haberle salvado aquel mediodía en que preparaba un machote recién pescado, por qué no lo horneó y le obligó a que se tumbara?
Al principio sólo fue eso. Un espectáculo tan siniestro que excitaba. Ella tenía las vísceras del pez en la mano cuando escuchó la orden que venía del salón: «Venga aquí ahora mismo». El señor tenía una voz como si el bigote le pesara y le hiciera arrastrar las sílabas, pero esa vez sonó como si tuviera catarro. Eso fue lo que pensó, catarro. Ahora sabe que el miedo suena a inflamación de garganta. También sabe que las castañas eran su vicio, sabe qué pescado prefiere los sábados y cómo hacerlo, sabe cómo toma el café y la forma del embozo en la cama. Sabe todo de sus tallas. La marca del perfume y la tinta que prefiere para el secreter. Sabe tanto de él que se avergüenza cuando levanta los hombros si le preguntan por el color de sus ojos, el nombre de sus padres o la partida de nacimiento. Lo sabe todo de él. Menos tantas cosas. ¿Y por qué le busca? Su mujer y sus hijos están en América.
¿Puede usted avisarles? Él estaba en Santander al frente de la consignataria. Sí, ese era su nombre. Pero no sé cómo eran sus ojos. Al señor no se le mira a los ojos. Podría reconocerle, usted sabe, ya no veo bien. Llegué con quince años a servirle a él y a su familia. Era amigo íntimo de los señores Domenge y Rasilla, comandantes de la marina, y del señor Santa María, ingeniero de Obras de la Junta del Puerto, ¿los ha visto a ellos? Juntos tomaban a placer el coñac que yo les servía, en ese mismo salón, desde donde veían entrar y salir, maniobrar sus barcos, sus intereses, absortos y congraciados con la economía de la ciudad. Ponga el telegrama, por favor. Dios se lo pague.
Rezo por usted y el señor. Santander ha desaparecido. Cómo le puedo servir. Stop.
El señor estaba de pie ante el ventanal que daba al este. El humo le bordeaba la cabeza sin separársele del pelo. Al acercarse, vio una arruga que recorría la espalda del traje como si hubiera dormido con él puesto. Le hacía parecer mayor. Y solo. Maldita plancha. «Mire ahí», y ella obedeció tan rápido que se golpeó con la mesita al acercarse al ventanal. Una columna de humo y llamas partía en dos el paisaje de su casa. Nunca había visto nada tan grande.
«¿Es el del cólera?», y el hombre asintió con la cabeza, se sacó el reloj de la pechera y lo abrió. «Las dos», dijo como si fuera demasiado tarde. «Le serviré aquí la comida, si lo desea», pero el hombre se sentó a mirar unos papeles como si no la hubiera oído. Mientras cortaba un poco de jamón y el pan de hogaza que acababan de traerles, escuchó sus pasos avanzar por el pasillo, abrir el escritorio, y volver con más prisa de la habitual. Nunca el señor se movía con prisa, la prisa es de pobres, así que se acercó con el mentón gacho y una fuente de porcelana entre los dedos. «Tenga, pique algo, ya luego comerá el machote», pero el hombre siguió moviendo papeles y fumando. Tiró la ceniza encima de la carpeta que ponía Aduanas.
Todos los documentos que separaba tenían el mismo membrete arriba. Lamentó no saber leer más rápido para enterarse de un vistazo de qué iba todo aquello. Nunca había visto un volcán, pero debía ser lo más parecido a este barco. No supo cuánto tiempo pasó mirando aquel vómito de fuego y brasas y estertores, cuando cayó en la cuenta. «¿Por qué no consiguen sofocar ese fuego?». El señor dio dos golpes en la mesa y ella lo entendió. «Será mejor que baje a poner orden», le dijo, y fue a buscarle el bastón mientras el hombre se ponía el abrigo sin prestar atención a los cuellos ni al puño de la camisa. Había algo banal en sus gestos, un temblor indisimulado. «Adiós, señor, tenga cuidado y no se acerque demasiado», y le dio el sombrero como si le diera una cámara fotográfica o una bendición. No se despidió de ella. Nunca lo hacía.
Al otro lado del cristal, las llamas se agarraban a los mástiles. Parecían las garras de una bestia que intentara escapar de las bodegas de aquel barco. Tenía mucho que hacer, pero el miedo podía ser algo fascinante. En el plato, el último trozo de jamón colgaba como un hilo sobrante. Esa Navidad vendrían la señora, los niños. Volvían a casa un año después. Había que preparar las habitaciones cerradas, poner cortinas. Las camas. La despensa. Para recibirles habría una cena con varios concejales y un capitán, las esposas de ellos.
Había tiempo, aún era 3 de noviembre, había fiesta en Santander para recordar la batalla de Vargas, y el señor le había dado permiso para ir a escuchar a la banda, a pesar de que el trabajo se le amontonaba en armarios cerrados con llave, sábanas de hilo imposible de planchar. La cubertería de plata sería lo último. Ya tenía pensado el menú. Los niños habían crecido en su pecho, pero apenas le hablaban. Tan mayores, los trataba de usted. La señora estaría orgullosa de ella.
Recogía las migas y pan mal comido, pero algo a su espalda reclamaba su atención. Mirar era una tentación. El humo se movía por el cielo como una serpiente cada vez más grande. Tenía que ser cosa del demonio, y se santiguó dos veces como pidiendo perdón por sentarse a observar la brutalidad de la imagen. Lo estarán quemando porque trae el cólera de Bilbao, pensó. Le había oído al señor comentarlo con otros hombres. Era ese.
El de la naviera vasca, que había pasado diez días fondeado junto al lazareto de Pedrosa para comprobar que no había contagio posible. Le extrañó que la tripulación descargara tantos bultos y los tirara sobre el muelle. Había tanta gente cerca. Acaso no sentían el peligro del cólera. Quizá el barco sólo ardía por un fatídico accidente.
Entre la multitud, no tardó en reconocer a su señor. Le pareció más grande que el resto. También más apuesto, y sonrió como si fuera mérito suyo. Se acercaba moviendo el bastón y los demás se apartaban. Al tiempo, en el agua, varios aljibes y una lancha se acercaban al 'Cabo Machichaco' por la popa. Oficiales y operarios se movían por la cubierta con más resuello que puntería. Cuántos brazos. Los chiquillos con sus nodrizas. Cuántos militares. Y, sin embargo, nadie lograba apagar ese fuego, ¿de qué estaba hecho el barco para no parar de arder?
Buscó la respuesta en los papeles del señor. Ahí estaban consignadas las 1.161 toneladas de carga general, papel, tabaco, clavos, cubos de hierro, tuberías. También pinturas, brea, aceite, y ácido sulfúrico en cascos de vidrio. Eso era lo que sacaban. Suministros para la ciudad. Pero había más, bajo un largo listado de tinta y toneladas, también aparecían 20 cajas de dinamita. Con mercancías peligrosas no puede atracar en este muelle, eso lo sabía hasta ella. Eran muchos años en casa del señor y conocía el reglamento del Puerto de Santander. De traer algo, lo sacarían en gabarras fondeadas en La Magdalena o en los muelles 7 y 8 de Maliaño, no ahí, en el centro de la ciudad. Ni el puerto ni la aduana lo permitirían.
El machote aguardaba abierto a la espalda sobre una bandeja de cobre. Su ojo aún brillaba y sus escamas parecían de plata, pero no tardaría en ponerse mustio. En cuanto le viera subir, encendería la cocina. El señor sabe lo que hace, pero la culpa le mordía la piel por dentro. Pensaba en la raya del traje, en cuánto le gustaría que estuviera ahora mismo ahí con ella, pensaba en su indiscreción. Pero nada le quitaba ese regusto.
Desde ahí arriba, le veía recorrer los cincuenta metros que separaban la costa del pantalán, mientras hombres y oficiales se movían cada vez con menos sentido. Parecían moscas que se acercan demasiado a una luz hasta morir achicharradas en ella. Ella también iba y venía por la casa. No sabía si temía más la dinamita o el cólera, y rezó porque el capitán Don Facundo Léniz fuera un buen cristiano. Fue entonces cuando vio el carro con el animal, tan tozudo como su conductor, que con gestos se negaba a llevar ese cargamento. Ahí estaba la dinamita, pero el sitio de su señor no era ese, con los demás. Su señor debía estar ahora mismo tumbado, y ella fregando los restos del machote.
La curiosidad de toda aquella gente le pareció una obscenidad. Para ese momento, todos los huecos de la explanada del muelle estaban ocupados por mujeres y jóvenes sin labor, raqueros, gentes de oficio. Cuantos chiquillos, pensó. La serpiente de humo era cada vez más gruesa y las llamas mentaban al demonio con sus formas y sus ruidos. Porque todo eran ruidos. Desde el mar, el golpeteo metálico en el casco con el que trataban de abrir una vía de agua.
En su casa, el galope atropellado de los vecinos que al pasar por delante golpean a su puerta como si la fueran a tumbar. ¡Váyase, hija, váyase que corremos aquí un serio peligro!, le gritó alguien desde fuera, alguien que no esperó a que girara el picaporte. Por la mirilla sólo vio cabezas que huían con maletas, algunos cuadros y visones. Adónde irán con esas pieles con el sol que hace. ¡No han visto el carro –les chilló–, el cargamento está a salvo! Y regresó al ventanal para ver hundirse el 'Machichaco' en la Bahía, el agua de su ciudad apagaría ese mal designio.
Abrió las ventanas y notó el azufre, una acidez en el aire que repelía la vida, mientras los golpes en el casco insistían en abrir una brecha en el metal. Ya lo había visto hacer más veces. El mar devolvería la paz a Santander. El reloj de péndulo daba las cuatro cuando el barco agonizó y soltó un estertor tan fuerte que provocó una desbandada. El fuego subió hacia el cielo como si fueran cañonazos, pero la gente enseguida volvió a la primera línea del desastre.
«Todo habrá acabado pronto», y buscó al señor con la mirada. «Menos mal que ha bajado a poner orden». Ahí estaba con su traje desabrochado y su bastón; había perdido el sombrero, y ella, con la cabeza apoyada en el cristal, con el frío entre el fuego y su frente. Sólo recuerda que quiso limpiar su vaho de la ventana, pero algo succionó el aire y dejó por un instante vacío el mundo. Después llegó el espanto. El cielo aplastado contra su cuerpo de pájaro y mil caballos pasando por encima entre el ruido y la luz.
La tierra.
Trozos de arena en la boca. Piedras de sal. Sus dientes.
Algo blando y pesado encima.
Supo que estaba viva porque se oyó gritar. Alguien respiraba por ella. Alguien le hacía temblar. Ella lo veía desde fuera. Su cuerpo tirado debajo del sofá y el sofá del revés como una diana de cristales. La orina por sus pies. El mandil intacto. Tardó tiempo en darse cuenta de que estaba totalmente desnuda por detrás, que su enagua dejaba a la vista el glúteo derecho y un fémur amarillo.
La casa era todo humo, polvo y ruido. Ella misma era ruido. Llovía hierro retorcido. Naranja. ¿El mar, dónde está el mar, donde estaba su Bahía? El agua era una gigantesca lengua de barro que arrastraba el paisaje y lo volvió amorfo. El terror le impidió ver que esa masa en verdad era roja, y que donde estaba la ciudad, ahora empezaba el infierno.
Se arrastró hasta la calle entre los cascotes que caían encima y vio empotrados en las fachadas varios carruajes; un caballo colgaba como un péndulo de sus arreos acharolados con las cuatro herraduras a la vista. No podía avanzar sin pisar pedazos de carne, esquirlas ardientes y metralla. Veía bocas que se abrían a su lado como las de los peces del mercado; eran peces, con sus dientes puntiagudos de pura histeria, a ellos tampoco los oía. «Señor, han visto al señor», pero era como si las caras con las que se cruzaba la atravesaran al llegar a su altura. «Soy un fantasma, he muerto». Pisaba charcos. Pisaba barro. Mugre. Piernas. Entonces algo volvió a rugir bajo el suelo que los sostenía, flácido como la carne vieja. Cayó sobre una red de pesca que aún olía a sardinas. Todo eran trozos. Partes. Seres.
No supo cuánto tiempo pasó ahí tendida. Cuando abrió los ojos, vio a un hombre de uniforme encima de una puerta que servía de camilla; al otro lado, cuatro chavales sostenían los picos de una manta para llevar encima a una mujer, o lo que quedaba de ella. Mirara donde mirase, ya no veía su ciudad, la calle donde vivía desde hacía tantos años era un ungüento. «Allí estarás bien, es una buena familia», le había dicho una vecina de San Pedro del Romeral cuando sólo era una niña.
No había vuelto a la aldea desde entonces. Sus padres murieron un invierno. Ella heredó una deuda que el señor pagó a cambio de nada. La señora le dio prendas para vestir su luto. Su cuerpo ahora empapado. Dónde estaba su casa. La única foto de sus hermanos. El rosario de madre. La corriente de lodo la empujaba los tobillos y descubría caras ahogadas, arrastradas desde el fondo, como si el mar hubiera escupido todos sus naufragios con la deflagración.
Se dio cuenta de que todos los heridos iban hacia una misma dirección. Era una estampida lenta y miserable, pero todo aquel que veía cuerpos erguidos, se erguía a su vez. Ella misma lo hizo. Siguió la estela de llantos hasta la Casa de Socorro, desbordada de muerte y sadismo, y de ahí al Hospital de San Rafael. La mayoría de las doscientas camas las ocupaban heridos a los que sólo con rozar podían desangrarse. Oyó decir que en toda la ciudad había menos de 60 médicos, y que alguien había mandado un transporte para pedir auxilio. El cable del telégrafo no funcionaba. No había bomberos. Los militares habían muerto. «Alguien debía poner orden en esto», dijo alguien. Y entonces recordó. Y entonces supo qué era lo que le faltaba. Todo empezó a pasar de nuevo en su cabeza. Hasta el picor del jamón en la garganta. Si se esforzaba, la voz de su señor podía hablarle de nuevo. El ventanal aún estaba liso. Él pondría orden si no hubiera salido aquella tarde. Ella se lo pidió. El honor y sus galones hicieron el resto.
Alguien se le acercó y le tocó la frente. Le tomó la muñeca, le miró su carne por dentro y le habló de la pierna. Del dolor. Ella, en cambio, le quería contar que el machote seguía en la bandeja, que los niños volverían en unas semanas para pasar juntos la Navidad y en qué podía servirle. Alrededor, las caras eran otra forma de ruido. En los ojos del médico había un agotamiento que lo hacía parecer menos humano que los muertos que les rodeaban. Le hizo oler un trapo. «¿Ha visto usted a mi señor?», logró decir. Pero se escuchó pequeña y diminuta, cada vez más lejos, hasta que desapareció.
Empezó a buscarle en cuanto pudo sostenerse en pie con ayuda de una fregona que usó de muleta, como si pudiera limpiar su conciencia con ella. Primero fue a la comandancia, pero allí no había más que mandos intermedios, seres empequeñecidos por lo inesperado; en el Ayuntamiento sólo había banderas a media asta y cargos en funciones. Nadie parecía reconocerla, a ella, la sombra del señor: ni los capitanes, ni los navieros que compartían el mantel y sus guisos, ninguno estaba allí para ayudarla. Ni allí ni en ninguna parte. Su presencia en primera línea legitimó el incendio como espectáculo y no como amenaza. Si al menos ellos se hubieran alejado, alertados por lo que sabían, ¿cuánta gente más se habría salvado?
La ciudad entera se buscaba. Buscaba a sus muertos. A sus vivos. Buscaba sus calles bajo el fango y los cascotes de un incendio que tardaría once días en capitular. Pero sólo aparecían historias. Se enteró de que el cadáver del Gobernador Civil, Manuel Somoza, había aparecido en la playa de Berria, que había restos humanos cerca del Faro, en el Alta, tan profunda había sido la explosión que un trozó de un ancla aterrizó en la Bajada de Polio. Sin embargo, también empezó a escuchar el milagro de los supervivientes, historias como la de la pescadera Asunción Muriedas, que salió despedida decenas de metros por la deflagración, pero ahora lo cuenta, aunque le falte una pierna y la llamen 'La voladora'.
También otra mujer voló por los aires y cayó sobre un carromato, la daban por muerta, pero su hijo Pachín la encontró y se dice que regresaron juntos a su aldea. Alguien le contó la historia de Hortigüela, hermano del pianista, que voló hasta un tejado sin sufrir apenas daño, o la del milagro del fotógrafo de la ciudad, que sacó la última imagen del barco ardiendo y decidió ir a buscar más negativos justo cuando se produjo la explosión.
Han pasado seis días desde la explosión y cada vez hay más historias que se empeñan en prosperar por encima de las 500 muertes y los dos mil heridos que provocó el desastre. De ahí también su empeño: encontrarle, vivo o muerto, un pedazo o una prueba de quién fue. Esa sería su absolución, ponerle fin a su historia. Quizá él también tuvo suerte. Quizá él también voló y aterrizó en blando, le dijo una mujer que recorría el muelle con una esponja para ir limpiando la cara de los difuntos en busca del rostro de su marido.
Por eso, visita cada día la Casa de Socorro y los barracones auxiliares de Calzadas Altas y El Sardinero, donde van a parar los heridos, los moribundos y los muertos. Cada mañana recorre todos los hostales y el cementerio, pasa las horas destapando cuerpos, barriendo el suelo con la mirada en busca de un botón, del bastón o de un zapato, y vuelve de noche a la posada donde cuece sus castañas para librarse del hedor y del hambre. Esa tarde ha descubierto un silbato y lo ha soplado en honor a su dueño legítimo. El sonido le ha parecido un homenaje, y ahora cada vez que encuentra algún resto por la calle o está ante un muerto, lo sopla como hacen los barcos al partir. Casi puede ver sus almas dirigirse al mar.
No sabe qué busca entre la carne, pero no tiene a quién preguntar. Como si fuera posible cambiar lo que ha pasado. ¿Por qué ella? ¿Quién aguarda a ser salvado si no los vivos? Así que sopla el silbato en vez de hablar, es la única manera que ha encontrado de sacarse el ruido que tiene dentro. Sirve así a la muerte, la guía por los caminos embarrados hacia el muelle por donde ella entró.
Mientras vuelve a la posada y recoge su puñado de castañas, piensa en los guantes de seda blancos que lleva la mujer con la que se cruza cada día en San Rafael. Impoluta y brillante, la cintura estilizada guarda debajo de su falda el dobladillo duro como un tablón de sangre seca. No lleva zapatos. Siempre está ahí, le faltan todos, le ha contado alguien. Los busca en la cara de los muertos, con su tocado de tul cubriéndole la frente, el carmín cuarteado. Su elegancia es estéril con ese faldón a rastras por donde trepa la humedad y el fin. Ella, al menos, es rica en esperanza; esa noche, el hombre de la posada la espera con el hornillo, y en su bolsillo hay un sobre además de las castañas.
La señora no quiere rezos. Stop. Ni pedazos bajo tierra. El mar es su sepulcro. Stop.
Las castañas hervidas son fáciles de masticar. Varias ya tienen gusanos, así que abre el ventanuco que da a la azotea y se las deja a las gaviotas. Con las primeras luces escuchará sus uñas rascar las tejas. Se pone de pie con cuidado, su única pierna se resiste a soportar el peso que le correspondería aguantar a ambas. La cicatriz es sólo un trámite. Sólo queda esperar.
No llegó a limpiar la cubertería de plata. Las sábanas de hilo han caído junto a la chimenea y un trozo de mástil que se estrelló contra la pared. El fuego después terminó de derrumbar el muro de carga, y con él, el edificio entero. Desaparecieron sesenta bloques como aquel, desaparecieron también familias, marineros, niños, operarios, madres, comandantes, pobres, mercaderes. Todos gritan todavía. El tren de Solares vuelve a funcionar y la estación de agua ya bombea. Pero ellos gritan. Y le gritan a la vez. A veces piensa en cuántas cosas le faltaban aún por hacer en aquella casa. Una semana después partirá con su billete a las Américas. Debe buscar a los vivos para no estar muerta, aunque el ruido siga dentro de su cuerpo de pájaro.
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