No creo que haya nadie en la calle Alta que no haya sido cliente de Antonio e Inés y, más tarde, de su hija Sara. Os recordaremos siempre con mucho, muchísimo cariño, y sobre todo gratitud». Así se despedía Mariano Montero, cliente del quiosco de ... Antonio e Inés, que le vio crecer, y que cierra tras 58 años al servicio de sus clientes. El emblemático negocio que regentaba Sara Cossío –y que inauguraron sus padres en 1964– baja la persiana dejando una huella imborrable en los vecinos de la santanderina calle Alta.
«No es un adiós, es un hasta siempre». Así comienza la carta que Sara colgó en la puerta del quiosco para anunciar a su clientela la noticia «más dura» de su vida. «Empecé contándoles uno a uno que iba a cerrar. Pero todo el mundo lloraba. Literalmente. Y claro, yo me iba echa polvo». Por eso, decidió escribir una carta a toda su clientela, que Cossío prefiere llamar «familia», para despedirse. «El teléfono móvil todavía no ha dejado de sonar. Es abrumador todo el cariño que estoy recibiendo. De hecho, he parado de leer mensajes porque no estoy preparada...». La que tampoco asume el cierre del quiosco es su madre, Inés, a la que esta noticia le recuerda a su marido, Antonio –ya fallecido–, con el que trabajó mano a mano en el negocio hasta 2002, año en el que cogió el relevó Sara: «A mi madre le cuesta pasar por delante de la puerta. Es normal, ha pasado tantas horas allí...».
Y no es la única. Sofía, Lucía y Gonzalo, tres chavales del barrio, se cambian de acera en su camino hacia el colegio porque les cuesta creer que haya cerrado para siempre. «Se han criado con nosotros. Sus padres y abuelos han comprado aquí toda la vida. Y han estado en el quiosco muchas horas. Venían a merendar y a esperar a sus padres si no habían llegado de trabajar. Y como ellos, muchos otros niños del barrio».
El quiosco de 'La Inés', o el de 'Toño', o el del 'Gangas' e incluso, el de 'Sara'. Daba igual cómo le llamasen, que su clientela siempre se encontraba «los cromos de la última colección actualizados, las mejores peonzas o el regaliz rojo más rico el mundo», tal y como cuentan los propios clientes en sus mensajes de despedida.
Un oficio, «muy sacrificado» –desde las seis de la mañana hasta las nueve de la noche todos los días del año– del que Sara pudo aprender «de los mejores». Ella empezó hace veinte años, cuando su padre, fruto del estrés, se vio obligado a parar. Y se ha encargado, a través de la disciplina y pasión por el trabajo heredado de sus progenitores, de honrar la memoria de Antonio y seguir sus consejos. «Él siempre decía: 'Vende más una sonrisa que cualquier producto y una hora de trato que cualquier trabajo'».
«Nunca os hemos dejado. Y contra viento y marea, hemos querido estar ahí. No hemos cerrado nunca, ni por vacaciones, ni bajas, ni tan siquiera el día de mi boda. Siempre había algún amigo, familiar o trabajador que se ponía detrás de ese mostrador. Dando más cariño del que cabía en aquel local chiquitín que todos recordáis». Así termina el escrito que Sara dedica a todos los que «alguna vez» han pasado por allí: «Hasta siempre».
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