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Cuando el semáforo se pone en rojo en Castelar, los coches se detienen. Hay algo en su obediencia que resulta reconfortante, como cuando ves que el muñeco empieza a brillar en verde y avanzas por el paso de cebra con el contra reloj de su ... parpadeo, y los motores ronronean, pero ninguno acelera hasta que no estás al otro lado, en la acera, a salvo. Es posible percibir en ese instante el respeto colectivo por la sociedad que somos. Y es así cuando el disco cambia, y los coches aceleran y la combustión se convierte en una frontera sonora entre el silencio del embarcadero de Puertochico y la calzada. Quizá porque la damos por sentado, nadie parece percatarse de ese milagro que es la convivencia de peatones, coches, motos, autobuses, bicicletas, perros, corredores: nadie, salvo los que miran fijamente la corona de flores que tiñe de rojo la calle Castelar.
Bret Elorza murió en ese mismo asfalto por el que hoy pasan los coches con ese empecinamiento que tiene la vida de seguir adelante, a pesar del daño. Hay quien se santigua al acercarse al arcén donde se amontonan los ramos de flores y las velas en la mediana; hay quien se lleva las manos al pecho y se lamenta y repite los hechos en voz alta, que un coche se saltó la mediana y lo arrolló; hay quien hace fotos al altar improvisado que los amigos del joven han erigido en su memoria, y, de paso, apelar también a nuestra responsabilidad como ciudadanos. Muchos murmullan, otros se lamentan. Pilar, en cambio, no dice nada. Menuda y enfundada en un plumífero dorado, ella solo observa. Es difícil saber si la humedad que tiene en los ojos se lo ha provocado el frío de la mañana. Es difícil saber qué es lo que está mirando realmente cuando se fija de cerca en las rosas de la corona, que no pueden abrirse más y que nunca estarán tan bellas como esta mañana en la que Santander pide perdón. O justicia. O clemencia. O algo peor y definitivo.
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LAURA FONQUERNIE
Después de unos minutos, Pilar se aleja del arcén, y tras cruzar el carril bici, se gira desde la acera para echar un último vistazo, como si se despidiera de Bret. ¿Es su familiar? «No», contesta, y levanta la frente: «Soy abuela de tres nietos». Y esa humedad en sus ojos amenaza con desbordarse de rabia pura. Entonces comparte con la extraña que le pregunta el miedo que le da saber que «eso» le podría pasar a alguno de ellos, «o a ti o a mí, o a cualquiera, porque ninguno estamos a salvo de cruzarnos con unos desalmados y que nos pase eso», y levanta la barbilla y la voz señalando el arcén, donde las rosas conviven con las fotografías que los amigos del joven han pegado en el mástil de la señal de tráfico de velocidad máxima a 40, subrayando con instantáneas lo que pasa si no cumples las normas de convivencia: que la cara sonriente del chico que sale en ellas no saldrá en ninguna más.
Hay algo que nos vincula a todos los que miramos ese punto de la ciudad desde la noche del viernes, o a los que, desde entonces, se asoman a la ventana de los edificios de enfrente, a los que se sienten en las terrazas de los locales: ¿cómo mirar el lugar y no temblar ante lo incomprensible? Porque por mucho que los medios de comunicación contemos lo que ha pasado, nadie logra entender que pase, y aunque haya quien vea en informar un ejercicio morboso, al final es el único asidero que nos queda para agarrarnos cuando un accidente nos muestra la brutalidad de comprobar que dos coches pueden ir a toda velocidad por el centro de Santander sin que nadie los detenga mientras cruzamos confiando en el muñeco verde; la brutalidad de comprobar que solo con que un instante antes algún coche los hubiera hecho frenar, la moto de Bret habría llegado a su destino; la brutalidad de saber que la convivencia que damos por sentada depende no de las normas y sus prohibiciones, sino del uso que cada uno hace de su libertad. Nunca volveremos a pasar igual por ese cruce de Castelar, a pesar de que los coches se detengan ante un semáforo en rojo, y sea reconfortante, por una vez, sentirse a salvo. Hemos perdido esa fe, pero lo que es peor, una vida.
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