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Las hermanas Beatriz, Isi, Caridad, Emilia y Felisa posan en las escaleras del convento que abandonarán el próximo julio. Celedonio

Las Mercedarias se despiden del Pesquero tras 74 años: «Ya no hay necesidad, nuestra labor ha terminado»

Las cinco monjas que quedan en el convento abandonan Santander el próximo julio, dejando una huella imborrable en la historia del barrio

Ana del Castillo

Santander

Lunes, 8 de junio 2020, 07:15

El convento del Barrio Pesquero ha sido durante 74 años el pararrayos de las necesidades de los vecinos, que acudían a las monjas Mercedarias con la confianza de quien pide ayuda a un familiar. Curaban heridas, daban de comer a los hambrientos, visitaban a enfermos en sus casas, enseñaban a leer y escribir y, hasta antes de que se decretara el estado de alarma, también impartían catequesis.

En 1977 llegó a haber 14 monjas en el edificio religioso. Hoy quedan tan solo cinco, y por poco tiempo. Tras la festividad del Carmen, la madre superiora, Isi, y las hermanas Cari, Emilia, Felisa y Beatriz dejarán Santander para entrar en otros conventos de monjas mayores y ayudarse las unas a las otras. «La misión que hacíamos fuera ahora la haremos dentro, ayudando a las hermanas más mayores», añade Felisa. Una sororidad que las Mercedarias llevan practicando durante siglos.

Año 1966. Comedor social que las hermanas Mercedarias instalaron en el sótano del convento. DM

Cinco monjas fueron también las que llegaron al barrio el 25 de enero de 1946 de la mano del cardenal Herrera Oria para aliviar los problemas sociales de la zona. Al poco de aterrizar se construyó el Hogar del Niño con capacidad para 400 parvulillos, una necesidad perentoria en aquel momento. «En el sótano se montó también el comedor escolar y durante años este convento ha sido el refugio de todas esas labores que desempeñamos, en lo sanitario, en lo social y en lo educativo», señala la comunidad de religiosas.

Sin embargo, desde que en 1943 se puso la primera piedra del barrio la situación ha cambiado. A mejor, desde luego. Por eso, las religiosas consideran que «ya no se nos necesita». Ese es uno de los motivos de su marcha, pero hay más, como la falta de relevo generacional. «No hay monjas jóvenes», confiesan. Tampoco la iglesia tiene las posesiones y el poder económico que tenía hace siete décadas. Así que para que otras casas religiosas subsistan ellas deben abandonar el convento, que sigue perteneciendo al obispado, quien decidirá qué hacer con el inmenso edificio.

Hasta entonces las hermanas seguirán rezando cada mañana y cada tarde frente al Cristo en la capilla del convento, «pidiendo fuerza para lanzarnos a la misión».

El pesar del vecindario

La madre superiora, discreta en el habla y en los gestos, no atiende por Isidora, todos la conocen cariñosamente como Isi, «pero puedes llamarme como quieras». Incluso en el pronunciamiento de su nombre es generosa. Ella y la hermana Emilia destacan la «gran labor» que se ha desarrollado, pero hasta ahí, lo de ponerse medallas no encaja con su sencillez. «Ya está hecho. Lo que hace una mano que no lo sepa la otra. Lo importante es que nos hemos sentido muy queridas y siempre hemos estado arropadas por los vecinos y por todos los párrocos que han pasado por la iglesia», cuentan a este periódico.

Año 1946. Las primeras cinco monjas que llegaron al barrio traídas por Herrera Oria. DM

Un hecho que confirma sobradamente el vecindario, que no encuentra los adjetivos suficientes para poner en valor el trabajo de las Mercedarias con sus familias. «Después de tantos años nos da muchísima pena. Les llamabas a la puerta y ahí estaban, siempre dispuestas a ayudar. Yo fui al colegio allí con ellas cuando aún vestían el hábito. Es triste que se las lleven a otro lado», dice José Antonio Ruiz. Magdalena Bidechea, que lleva viviendo en la zona desde los cinco años, ha sido testigo directo del trabajo que las hermanas han realizado en sus calles: «Teníamos una herida y nos íbamos corriendo donde Sor Villar, una monja que era muy rutona, pero buenísima persona. Nos da mucha pena que se vayan».

Magdalena Bidechea, vecina

«Teníamos una herida y nos íbamos corriendo donde Sor Villar, una monja que era muy rutona, pero buenísima persona. Nos da mucha pena que se vayan»

José Antonio Ruiz, vecino

«Llamabas a su puerta y ahí estaban. Yo fui al colegio allí con ellas cuando aún vestían el hábito. Es triste que se las lleven a otro lado»

Leo López, alumno de catequesis

«Les deseo mucha suerte donde vayan y les mando un beso»

Emilia Sota, vecina

«Hicieron mucha labor, es una gran pérdida y una pena enorme que se vayan»

Uno de los muchos párrocos que han pasado por el Barrio Pesquero, Nacho Ortega, dice de ellas que son como la sal del mar, invisible pero necesaria. «La puerta de su convento está abierta para todos las 24 horas del día. Hacen una labor muy silenciosa, eso la gente no lo valorará hasta que se vayan», dice.

Leo López, un chaval del barrio de 7 años, se acaba de enterar de que Emilia, su profe de catequesis, se marcha. Y Cari, que enseñó a su padre «muchas cosas». Por eso se queda cabizbajo cuando este periódico le pregunta por las hermanas: «Les deseo mucha suerte donde vayan y les mando un beso».

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