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Manuel Somoza, el gobernador civil, murió «controlando el fuego». Eduardo Téllez, diputado por Cabuérniga, «cuando viajaba en el ferrocarril de Solares». Alejandro Martín, juez de instrucción, «en la calle». Francisco Pedraja, exalcalde de la ciudad, «en el hospital». El cuerpo de Miguel Fernández-Cavada, juez municipal, fue «extraído del dique de Gamazo», y a José González, de la Comandancia de Marina, se le dio por «desaparecido en la bahía»... Estas dos páginas podrían llenarse a base de seguir anotando nombres, cargos y explicaciones comprimidas sobre lo que hacían o dónde estaban cuando perecieron. La muerte es de las pocas cosas que no hace distinciones. En los listados de víctimas de la tragedia del Machichaco hay muchos marineros, paleros, obreros, pescadores, maquinistas... Hombres de mar. También la panadera Carmen Cangas, la criada Polonia Seisdedos, el jornalero Félix Sanchiberto, la cigarrera Ángela Polidura o el obrero de la fábrica de gas Saturnino García, entre otros. Pero entre las largas filas de nombres y apellidos están también los de casi todos los que se encargaban de tomar decisiones en ese Santander de finales de siglo. Los que mandaban estaban mandando allí mismo cuando el vapor saltó por los aires. Y con ellos, bomberos, guardias, militares... La ciudad, arrasada, quemándose y comida por el caos, quedó, además, descabezada.
«Además del comandante de Marina y su segundo, a bordo o al costado del buque estaban el gobernador civil, el alcalde, varios concejales, el jefe de la guardia municipal, el ingeniero de obras del puerto, el gobernador militar, el coronel del regimiento de Burgos, el marqués de Casa Pombo, jueces, fiscales, oficiales del Ejército y de la Armada, prácticos, vistas de Aduanas y una pléyade de secretarios y ayudantes». El párrafo es de un artículo del experto Luis Jar Torre. Por caer, cayó hasta el portero del Ayuntamiento, Pedro Gómez, que estaba «observando el incendio en el Muelle de Maliaño». Según el relato de José Luis Casado Soto en el libro 'La catástrofe del Machichaco', de la lista de principales autoridades se salvaron el alcalde de la ciudad, Fernando Lavín Casalís –que resultó herido–, y el presidente de la Diputación, Francisco Sainz-Trápaga.
Y más. «Acababan de perecer o quedar neutralizados –escribe Jar Torre en la Revista General de Marina– veinte bomberos con su equipo, lo que en una ciudad de menos de 50.000 habitantes significa quedar en chasis. Con los bomberos habían resultado neutralizados 25 guardias municipales y unos cuarenta guardias civiles y carabineros. Es decir, buena parte del personal cualificado para atender emergencias». El especialista prosigue con el ejemplo de «lo ocurrido a la Corporación de Prácticos, que perdió a cinco de sus miembros incluyendo el práctico mayor».
Hay que situar todo esto en el contexto. Estas muertes en una ciudad con los hospitales desbordados, con cientos de vecinos deambulando sin rumbo preguntando por su gente, buscando e identificando cadáveres (el del gobernador apareció en la playa de Berria y desde el pueblo francés de Urrugne notificaron que apareció un hombre sin cabeza con una identificación que decía: Julián Mantecón, calle de la Naos, Santander), con un barco aún con dinamita en sus entrañas (¿identifican esta frase en 'Santander, la marinera', de Chema Puente?) y, sobre todo, con un fuego galopante que estaba machacando lo que quedaba en pie.
Eso era lo primero. Lo más urgente. Controlar el incendio sin gente ni medios para combatirlo. «Al parecer –según Casado Soto en el libro editado por la Autoridad Portuaria–, la primera casa donde prendió el incendio fue la número 7 de Méndez Núñez, seguido inmediatamente por los declarados en la Audiencia y en la Sociedad Arrendataria de Tabacos, todos ellos con fachadas enfrentadas al lugar de la explosión».
Ante la necesidad, iniciativa. El coronel de ingenieros Ramiro de Bruna se presentó ante la escasa autoridad superviviente para ofrecer sus servicios. Su dotación, de entrada, fue –ojo, porque parece una broma, pero no lo es– un bombero y cuatro paisanos voluntarios con un zapapicos. Corrían entre montones de muebles amontonados que los vecinos trataban de salvar de sus casas desde las ventanas. Entre cadáveres y restos. Entre la 'gente bien' que intentaba salvar documentos y alhajas. Y ellos hacían lo que podían. Esperando refuerzos. Un par de arquitectos lograron reunir media docena de bomberos. El alcalde de Torrelavega llegó con otros quince y con una bomba. Y, a través del ferrocarril, fue llegando material y operarios de Bárcena, Santa Cruz de Iguña, del conde de Moriana...
Ya a las tantas de la mañana pudieron empezar a enfrentarse de verdad con las llamas. Había que cortar el avance hacia Ruamayor, evitar que toda la ciudad ardiera. Evitar más catástrofe. Luchaban mientras iban llegando ayudas. Los alcaldes de Piélagos, de Bárcena de Pie de Concha, dos compañías del Batallón de Burgos, el edil de Reinosa... Se sopesó usar artillería para hacer de cortafuegos por si aparecía el viento sur, pero se desestimó la idea.
Fue difícil impedir que el fuego echara abajo los edificios que ya estaban afectados, pero, al menos, se pudo contener su avance. En las primeras horas del día 5 atracaron tres barcos de Bilbao con material moderno y hombres preparados. Por tierra, el Primer Regimiento de Zapadores-Minadores. Hasta de San Sebastián vinieron sus bomberos. Los trabajos de extinción y los derribos se dieron por concluidos a las seis de la tarde del día 11. Habían pasado ocho días desde la explosión.
«Habían desaparecido 35 casas de las calles de Méndez Núñez, Calderón de la Barca y Castilla. Sólo quedaban pedazos de las fachadas y montones de escombros. La hermosa fila de casas del ensanche de Maliaño, orgullo de la burguesía santanderina, había desaparecido y, como un símbolo, la Audiencia se había reducido a un trozo de pared que amenazaba con venirse abajo». Eso lo escribió el catedrático de la Universidad de Cantabria Luis Sazatornil en 'La ciudad de Santander después del Machichaco' (un capítulo del libro editado por la Autoridad Portuaria).
Él da una lista de nombres, los que, en medio del descontrol, se organizaron para empezar a reconocer daños y necesidades. En ella figuran cuatro arquitectos locales (Emilio de la Torriente, Alfredo de la Escalera, Casimiro Pérez de la Riva y Valentín Ramón Lavín Casalís), cuatro inspectores de Hacienda llegados con motivo de la explosión (Ignacio de Velasco, Ricardo García y Guereta, Pedro Mariño y Pedro Cuesta) y los maestros de obra disponibles en la ciudad (Pedro Cortés, Amós Pérez del Molino, Manuel Casuso Hoyo, Pedro Setién, José Fernández Huidobro y Germán del Río Iturralde).
Había mucho trabajo por delante y algunos de los protagonistas de esa primera lista fueron claves en los años siguientes. Los de la reconstrucción. Los de las decisiones sobre el futuro de la ciudad, que se vio forzada a cambiar sus planes y su fisonomía. Unos años de forzado cambio generacional en lo público y en lo privado. Porque el Machichaco arrancó tanto que se llevó hasta una generación.
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