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Con la azada en la mano, las vistas al mar y la música del Conservatorio Ataúlfo Argenta de fondo, el bullicio propio de la ... ciudad parece que pertenece a otro mundo. Así lo sienten aquellos vecinos que disfrutan de una parcela de huerto urbano en la Finca Altamira, donde en esta época del año miman sus habas y sus cebollas, algunas de las verduras que empiezan a crecer en primavera. Ana es una de las usuarias que revisa, paciente y regadera en mano, cómo avanzan sus cultivos. Aunque parece toda una experta con larga trayectoria en lo que a agricultura ecológica se refiere, lo cierto es que aprendió en un curso municipal después de jubilarse y tras una vida laboral que nada tenía que ver; delante de un ordenador en una agencia de viajes.
Ella es una de las en torno a cien personas jubiladas que disfrutan de una parcela en uno de los huertos urbanos municipales de Santander. En la Finca Altamira hay 50 parcelas; en El Alisal, 24; en Duque de Ahumada, 15; y en Concepción Arenal, 23. En la Finca Altamira, además, tienen tres mesas para las asociaciones Amica, Padre Menni, Obra San Martín, Ascasam, 14 kilómetros y Proyecto Común, con espacio suficiente para poder trabajar la tierra desde sillas de ruedas. Y allí tienen todo lo necesario para las tareas: hay semillas, herramientas y productos ecológicos, ya que no está permitido usar químicos abrasivos. El único requisito para optar a una de estas parcelas es estar jubilado y empadronado en Santander.
Ana Fraile
Responsable de los huertos
Los cultivos conviven con varios tipos de flores, y no solo por cuestiones estéticas. «La lavanda, por ejemplo, atrae a las polinizadoras. Y la raíz de la caléndula ahuyenta insectos que se comen las plantas», explica Ana Fraile, empleada municipal responsable de estos espacios.
Víctor es otro de los usuarios de estos huertos municipales. En su caso, sí tenía experiencia previa y, como dice, le «salieron los dientes» en un huerto. Su casa familiar cuando era niño estaba en el entorno de lo que hoy es la S-20, y allí ayudaba a sus padres con los cultivos. Durante su vida adulta, ya en el centro de Santander, se alejó de aquello que tanto le gustaba y con lo que ha podido reencontrarse tras la jubilación. «Tengo dos hernias discales, pero el médico me dice que mientras pueda seguir haciendo el huerto, es lo que mejor me va a venir. Para mí lo es todo».
Si hay algo que los usuarios valoran, casi a la altura de poder disfrutar de los frutos de su trabajo, es la fuerte comunidad que han creado. Ana explica que tienen incluso un grupo de WhatsApp. «Cuando estuve mala, les pedí que echasen un ojo a mi parcela. Cuando llegué estaba mejor que nunca, preciosa», cuenta emocionada. Ahora hay varias personas enfermas y ella, junto a otros compañeros, también está pendiente de regar y quitar las malas hierbas de sus huertos. Pasea por el camino que recorre las parcelas saludando a todos: «Hola, Julita. Qué bien están tus habas. Mira los puerros de Santos, da gusto verlos -su grosor era, por lo menos, el doble que los del supermercado-».
Y sí, Julita tiene buena mano. Sus zanahorias, una de las hortalizas más difíciles de prender, están ya muy crecidas. Sus repollos, con un cartelito que así lo anuncia, están cubiertos con una malla para evitar que los pájaros los piquen. Porque si hay algo que les recuerda que efectivamente están en medio de una ciudad son las palomas, que tienen especial predilección por los frutos que crecen en estos huertos y, por eso, hay varias plantas cubiertas con mallas. «Mira, de esta sobresale una única hoja y ya está entera comida», explica Fraile.
En los huertos de la Finca Altamira hay dos aperos con todo tipo de herramientas que los usuarios puedan necesitar y semillas de diferentes verduras. Aunque también pueden traer otras si quieren 'experimentar' con otros cultivos. «A algunos les dan semillas sus hijos, y yo misma he traído algunas curiosas», apunta Fraile. También cuentan con un depósito de agua para regar con aquello que acumulan de las lluvias, «aunque ya no llueve tanto como nos vendría bien».
En estos huertos, a los que se puede acceder todos los días desde las nueve de la mañana a las dos de la tarde, los problemas quedan de puertas para fuera. Allí se desconecta en contacto con las plantas y a los usuarios se les pasan volando las horas. Es su nueva forma da vida. «Cuando me jubilé, pasé muchos años cuidando de mi madre y cuando falleció no sabía qué hacer. Fui al Ayuntamiento y me hablaron de esto. Fue una suerte, me hace muy feliz», explica Ana. Y, por supuesto, hay algo aún mejor que dedicar las horas a sus pequeños huertos: los frutos que recibirán dentro de unos meses. «Tenéis que volver cuando los tomates estén listos para recoger».
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