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Hay hombres que mueren sin descendencia pero dejan huérfanos. Que se van sin nada porque lo han dado todo. «¿Cómo se va a comer el cura del Barrio Pesquero esto con la cantidad de gente que lo pasa mal? Es una vergüenza...», decía uno de ... esos hombres cuando, por su 81 cumpleaños y ya pachucho, un vecino le puso a la mesa una bandeja de marisco como regalo. Incluso entonces, con la cabeza lúcida solo a ratos (pero qué ratos) en un piso de la plaza del Muergo, Alberto Pico demostraba una humanidad muy por encima de la media. Hace diez años que recordar estas historias emociona. Diez años sin él, un cura en mayúsculas que vivió en minúsculas y para los demás. Sobre todo, para el Pesquero. Allí, seguro, nadie le olvida.
Para entender lo que es la devoción de un barrio por un hombre cabe recordar que la procesión con la Virgen se detenía bajo su ventana cuando el cura ya no estaba para bajar. Respeto, aunque a Pico le molestaba que le trataran de usted. «Hace 81 años que nació un niño en La Habana de raza blanca al que se le puso por nombre Alberto Arturo Damián...», recitaba. Sí, nació en Cuba. Y allí quedó su padre. A él, de muy crío, se lo trajeron a la casa familiar. Allí donde fue a parar para hospedarse un tal Feliciano, que era cura, pero acabó siendo padre, madre y todo lo que hizo falta. 'Curanono', para el pequeño Alberto. Se lo llevó a Santoña y luego a Corbán. «Yo me di cuenta de que quería ser sacerdote cuando ya lo era», contaba Pico. Contaba tantas cosas... De lo mejor, las historias en sus travesías marineras (esa fue la fórmula que buscó para ir hasta Cuba y cumplir la promesa de conocer a su padre) en misas que ensimismaban a cualquiera. Llegó al Pesquero para continuar con el trabajo de Guillermo Simón Altuna y Miguel Bravo. Y desde allí transformó el mundo empezando por los niños y por la educación. La filial (que luego fue instituto), la guardería... Se hizo un poco de cada casa con la ayuda de un hermano de vida (Julián Torre) y de las monjas.
«Nos daba clase de religión, pero lo mismo un día hablábamos del combate de Cassius Clay», cuenta un antiguo alumno hoy hombre hecho y derecho. Educó con más humanidad que lecciones de carrerilla y repartió oportunidades entre los que no las tenían. Porque la visión de Pico fue la de acortar distancias entre el Pesquero y una ciudad que muchas veces miraba al Barrio por encima del hombro. Él usaba sus amistades de un lado (médicos, abogados, financieros...) para sacar las castañas del fuego a los del otro.
El instituto, un paseo, una placa... Huellas con su nombre que han quedado como homenaje. Pero la huella más grande está escrita con hechos. Con obras. En lo más hondo de cada vecino.
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