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Cantabria se reivindica en Fitur como patrimonio de la humanidad. Pero nuestra reanimada convivencia con los osos ya nos asemeja más al parque Yellowstone. Un ... osezno herido está en busca y captura, como el abrazafarolas de Cañadío o el presunto agresor de periodistas en el acto de Pablo Iglesias. No somos capaces de localizar a ninguno. Los lobos también acostumbran a pasearse entre rebaños y cuadras. Al tiempo, un enfurecido Cantábrico arrebata lenguas de arenas y reclama su orilla, conquistada por cemento. Los ganaderos del interior de Cantabria tienen que tolerar que el lobo se coma las ovejas, para proteger un ecosistema que se destroza y altera sin clemencia en la costa, con desafortunados urbanismos de chiringuitos y avenidas de hormigón.
El temporal ha traído olas gigantes. El diputado Carrancio se ha subido a una de ellas. Sus estrenadas credenciales ideológicas –‘Ola Cantabria’– aspiran a ocupar el centro, cotizada bisagra que permite girar hacia ambos extremos.
Resulta inexplicable tanto interés en asumir responsabilidades políticas si, después, apenas se ejercen. Para eso está el empedrado, provocador culpable de todo error. Nuestras autoridades municipales estrenan una web mal traducida que nos coloca en un ridículo nivel ‘ecce homo’ de Borja, aunque siempre hay infelices que aplauden la fama a cualquier precio. La smartcity ya roza la gloria. El Centro Botín convertido en ‘centro de saqueo’ propaga una marca España desoladora, en consonancia con las abundantes imputaciones políticas. Aznar hablando tejano, el ‘relaxing cup of café’ de Botella, o el ‘It’s very difficult todo esto’ de Rajoy, evidencian la destreza internacional de nuestros presuntos estadistas. En el Ayuntamiento de Santander, concretamente, las chapuzas se toman a risa, se vitorean como anécdotas y se multiplican por un denominador común: nadie lee. Ni la web con las erratas, ni el disparatado texto del autobús turístico, ni el curriculo falso de la alcaldesa, ni las denuncias de los vecinos de la calle del Sol. Solo sé que no sé nada –su recurrente expiación– es algo que únicamente Sócrates se puede permitir. Al resto, este cúmulo de incompetencias no nos provocaría carcajadas sino el despido laboral.
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