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Cuando volvió a pisar tierra en Sevilla y le preguntaron por su nombre no lo pensó dos veces: «Juan de Santander, de Cueto». Habían pasado tres años y un mes desde que se presentó por primera vez en ese mismo lugar, antes de embarcar en ... una expedición comercial en busca de especias a las abundantes islas Molucas, en Indonesia. Entonces era sólo un grumete de unos quince años –a juzgar por su rango– rodeado de otros 250 participantes en el encargo de la Corona Española, la odisea que acabó siendo la primera vuelta al mundo.
Cinco naves partieron de la capital hispalense aquel 18 de agosto de 1519: Trinidad, capitaneada por Fernando de Magallanes; la Victoria, al mando de Juan Sebastián Elcano y la única en volver;además de Concepción, Santiago y San Antonio. El hambre, la enfermedad y las amotinaciones marcaron cada milla del viaje, y el cuetano fue testigo de todo ello mientras recibía órdenes y cargaba con los recursos que encontraban a su paso. Era sólo un chaval, un peón inmerso en una de las hazañas que marcaría la historia.
«No era nadie», añade el escritor e historiador Antonio Martínez Cerezo, una de las personas que más ha indagado sobre su figura. «Era una locura», asevera. Pero se enroló, y Juan de Santander partió aquel verano en la nave Trinidad de Magallanes, promotor fundamental de la odisea y obsesionado con un supuesto paso que les llevaría a su destino por el Oeste y atravesar el muro al que semejaba la recién descubierta América. Las dificultades estaban servidas, y la quimera del portugués se cobró decenas de deserciones y todo tipo de problemas a bordo. Tanto que una de las 'naos', Santiago, se vio obligaba a retroceder hacia España en cuanto las dudas y la impaciencia de la tripulación estallaron en forma de motines. Las insurrecciones se repetían en todas las embarcaciones y, cuando no surtían efecto, ya se encargaba la naturaleza de recoger su testigo. San Antonio pagó ese precio, y encalló en un acantilado cuando contorneaban el nuevo continente. «Hasta que al final lo encontraron, en el actual estrecho de Magallanes», narra el escritor.
Ahí se encontraba el joven de Cueto, en medio de aquellas peripecias, a punto de dar de frente con un inmenso océano Pacífico que, aunque dejó atrás las peores tormentas, eternizó la expedición durante meses. Sin viento no avanzaban, y los suministros empezaban a escasear, en el mejor de los casos. Las crónicas del italiano Antonio Pigafetta, a bordo de la Trinidad junto a nuestro protagonista, revelan las dificultades de la expedición:«El miércoles 28 de noviembre de 1520 nos desencajonamos de aquel estrecho, sumiéndonos en el mar Pacífico. Estuvimos tres meses sin probar clase alguna de viandas frescas. Comíamos galleta: ni galleta ya, sino su polvo, con los gusanos a puñados. Y bebíamos agua amarillenta, putrefacta ya de muchos días, completando nuestra alimentación los cellos de cuero de buey, pieles más que endurecidas ya por el sol, la lluvia y el viento. Poniéndolas al remojo del mar cuatro o cinco días y después de un poco sobre las brasas, se comían no mal; mejor que el serrín que tampoco despreciábamos».
Las tres naves supervivientes vieron tierra al fin y, lo que es más importante, dieron con el ansiado archipiélago, más tarde conocido como islas Filipinas, en honor a Felipe II. Un descanso relativo que les permitió intercambiar bienes con la población indígena, primero, pero que terminó salpicada por la sangre, las torturas, enfrentamientos y la muerte de Magallanes. La pérdida del cerebro de la expedición y la necesidad de abandonar la 'nao' Concepción por falta de hombres ensombrecieron, en parte, la posterior llegada a las Islas Molucas días después. Con todo, lo habían conseguido.
En el paraíso de las especias lograron abastecerse de grandes cantidades de clavo, nuez moscada, pimienta, «cargamentos tan valiosos como el oro en aquella época», como valora Cerezo. Pero las malas noticias llegaban de nuevo al puerto de Tadore. La Trinidad, donde viajaba Juan, sufrió una fuga irreparable que obligó a abandonar el buque. La expedición sólo disponía ya de la Victoria, capitaneada por Elcano. La vuelta a casa tampoco fue un camino de rosas. El secuestro de doce hombres en Cabo Verde da cuenta de los problemas que sufrieron durante todos los meses que navegaron sin tocar tierra. «El sábado 6 de septiembre de 1522, entramos en la bahía de Sanlúcar;no éramos que dieciocho, la mayor parte enfermos», recoge el diario de Pigafetta a su llegada a la localidad gaditana, y en cuyo Ayuntamiento se conserva un azulejo en honor a los tripulantes. Incluido Juan.
Las pocas pistas que dejó se difuminan más, si cabe, una vez finalizada la aventura. Juan José González Toca, profesor del Colegio Bellavista-Julio Blanco, del propio Cueto, también lleva años tratando de seguirle la pista: «Su matrimonio, su defunción... Nada». Figura, eso sí, el dinero que cobró tras superar la odisea. Juan, que partió como grumete pero volvió como marinero, recibió 26.328 maravedíes por servir al encargo del entonces joven Carlos I, tal y como inmortaliza el Archivo de Indias. ¿Pero qué le llevó a lanzarse a semejante odisea? Las hipótesis son sólo «conjeturas imposibles de probar», desde la presunta situación en busca y captura de su padre, Gonzalo Debo, hasta la Ruta de los Foramontanos, un itinerario popular de la reconquista para asentarse en las tierras de Castilla. Sea como fuere, el nombre de aquel chaval de Cueto siempre estará grabado en una de las hazañas más determinantes de la historia. El Ayuntamiento de Santander reivindicará su valor en un homenaje en su honor a su figura, aún sin fecha, aprovechando el V Centenario de la expedición que se celebra este año.
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