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«Con dinero y sin dinero, yo hago siempre lo que quiero y mi palabra es la ley; no tengo trono ni reina, ni nadie que me comprenda, pero sigo siendo el rey». Eran las doce de la noche y, con esta canción que la ... Plaza Porticada entonó al unísono antes de romper en aplausos, Bertín Osborne enfilaba el final del concierto. Había sido una hora y media en la que dicharachero, dirigiéndose a menudo al público y compartiendo chascarrillos entre canción y canción, el artista impuso su voz a los problemas de sonido experimentados desde días atrás en los conciertos de la Porticada. Con el público entregado, Bertín convirtió en vítores los silbidos del jueves a Marta Sánchez.
El tumulto de personas que se amontonaron para escuchar a Bertín Osborne llegó a la altura del parking Alfonso XIII. Casi se confundía con los consumidores de las casetas contiguas al Hotel Bahía. Rodeaban la estatua de Pedro Velarde, incluso subiéndose a su superficie. Dentro de la Porticada, los aficionados desfilaban junto a la bocatería para transformarse por un momento en adolescentes. El efecto de las rancheras conseguía que todos los públicos viviesen el espectáculo moviendo sus brazos de lado a lado, con el teléfono en la mano y grabando las canciones.
Era un público bien distinto al de una Plaza Pombo llena hasta la bandera en torno a las casetas. Parejas que buscaban la belleza en un tipo de música bien diferente. Entre la gente no faltó la presencia del presidente de Cantabria, Miguel Ángel Revilla, que en la entrada de la plaza, retirado a un costado junto a quienes le salían al paso, conversaba con la voz de Bertín resonando de fondo. A las 23.35 horas abandonó el lugar, unas canciones antes de que Bertín terminase su función, saludando a algunos espectadores y caminando junto a sus acompañantes.
La Bikina, ¡Ay, Jalisco, no te rajes! o México lindo y querido fueron algunas de las canciones que interpretó Bertín, quien no pudo hacer más que retirarse el micrófono de la boca y aplaudir en varias ocasiones ante el acompañamiento a capela del público. Cada canción encontró aplausos y «bravos» a pesar de que el sonido no parecía muy potente, costaba escucharlo desde el acceso a la plaza, pero al menos dejaba intuir el cantar del público. El balanceo de lado a lado de los espectadores denotaba el deleite que experimentaban al escuchar las rancheras del mediático cantante, que consiguió hacer mover caderas a sus contemporáneos, que tararearon y acompañaron su voz cantando al son las diferentes letras de canciones como América, América, Yo debí enamorarme de tu madre o Volver, volver.
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