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Aquí que el verano no siempre es tan azul, nunca faltan los colores en el cielo. Al menos, una noche. La noche. Porque la de los fuegos artificiales en El Sardinero tiene el sabor que dejan las madrugadas de unas vacaciones que se recuerdan pasados los años. Y no por los atascos, las prisas porque «ya no llegamos», la cola en las casetas, las multitudes o por ese tipo enorme que te toca delante y no te deja ver –esas cosas se repiten todos los años–. Es otra cosa. Si julio es un mes sentimental que siempre mete cosas en la mochila –sobre todo, cuando uno era adolescente y las vacaciones duraban lo que duraban–, la noche de los fuegos tiene un asiento reservado en ese viaje.
Este año fue como todos los demás. Empezaron a las once con miles de personas desparramadas por la playa y por cualquier espacio con vistas desde el paseo (esa es otra discusión habitual, el mejor sitio para verlos). La asistencia –y más si no llueve– está garantizada. También los autobuses llenos, que siempre parecen más pequeños de lo que deberían, pese al refuerzo de las rutas. O la familia metida en un coche dando vueltas porque alguien creyó que encontraría sitio saliendo de casa solo media hora antes. O los corros de chavales en la arena. Para algunos es una noche muy importante. Porque vieron a alguien que estaban deseando ver –hay veranos enteros que uno se pasa esperando– o porque, por primera vez, se soltaron de la compañía de unos padres que estuvieron pendientes del móvil hasta una hora que irá creciendo con los años.
Hay cosas que no cambian. La liturgia incluye los cuellos flexionados y las cabezas hacia atrás durante un buen rato. El «ya empiezan» que dice alguien que debe pensar que los demás no se han enterado (como pasa en el cine con los que sueltan «la mató» en la escena culminante). Y, siempre, ese «ooooh» coral (más propio de los mayores, que conservan la capacidad de asombro, que de los más jóvenes) con cada estallido, con cada estruendo. A su lado –porque hay anécdotas recurrentes–, alguien manchándose la camisa porque el helado enorme que le pusieron hace un rato se le deshace mientras anda pendiente del cielo. Y un padre que pone a un crío sobre sus hombros porque le hace recordar que él también estuvo ahí arriba alguna vez –cuando uno cree que su padre es el más fuerte del mundo–.
A muchos, seguro, se les hizo tarde. Como pasa cada noche antes de Santiago desde que el verano es verano.
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