Una noche cualquiera en la Plaza de México
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Ocio. ·
Miles de personas aprovechan cada día de la Semana Grande para probar la comida de las casetas, juntarse con los suyos y bailarYa desde lejos, según se acerca uno a la Plaza de México, se pueden escuchar risas, gritos, música... El bullicio habitual que la Semana Grande trae consigo y que aquí gana enteros. «Cuánta gente hay», señala un chaval que carga con dos bolsas de plástico. « ... Mejor», contesta uno de sus amigos. Forman parte de la muchedumbre que se desparrama por las escaleras que rodean la plaza. Niños jugando al balón –que a veces hay que esquivar– mientras sus padres toman algo, abuelos con sus nietos en carrito de bebé a los que acunan mientras charlan y chavalería bailando. La postal de las Casetas Taurinas (y no sólo taurinas).
Es un día como otro cualquiera en la caseta de la Hermandad de Nuestra Señora del Rocío. Hace rato que acabaron los toros y en su enorme terraza ya no cabe nadie más. De vez en cuando se escucha un «¿está libre?» acompañado del ademán de coger una silla. La respuesta suele ser negativa, y los que no tienen donde sentarse se desperdigan –en grupo, para que nadie se quede solo– a lo largo y ancho de la plaza. Para disfrutar de la comida y la bebida. Un lugar habitual para descansar las piernas es el águila en torno a la que se despliegan las casetas. Desde el centro de la plaza, esta enorme estatua es testigo del vaivén de los niños, de los jóvenes que acaban de llegar y buscan a sus amigos, de los que tienen que ir y venir por comida y bebida, de los que viajan de caseta en caseta...
La barra en forma de ele también está llena, y sus camareros no dan abasto atendiendo todas las comandas. Ya en las mesas, compartiendo raciones, disfrutando de una cerveza fría, de la música y del espectáculo en directo que brindan aquellos que se animan a bailar sevillanas frente a cientos de personas, se encuentran familias y amigos. Algunos se visten para la ocasión y lucen largos vestidos de colores, moteados, con mangas y volantes blancos y negros, que contrastan con el azul de los pañuelos. Cuando el tiempo lo permite, el abanico y el sombrero suelen ser aliados habituales. «Nosotros ya no paramos hasta las doce o así. Después la gente se empieza a ir y nos dejan un poco tranquilos, pero tenemos días de todo tipo», explica uno de los camareros de la Hermandad mientras pone una caña.
Desde la caseta de al lado llega el aroma de la carne a la parrilla. Se trata de la Casa de Galicia, que cuenta con un enrejado circular de alrededor de un metro y medio de diámetro. «¡Cómo está el pulpo!», se escucha por encima de la música. «Madre mía, el chorizo», añade otra chica, con comida en una mano y un calimocho en la otra.
«Nosotros no nos lo perdemos», afirma un logroñés mientras disfruta de una ración de pulpo. «Hace años que venimos porque nos encanta el norte. Hay veces que más y otras que menos tiempo, pero siempre procuramos guardar un par de días para la Semana Grande». Alguien le suelta un «pues como os llueva...» y sus risas se difuminan entre el barullo y la música. «Nosotros venimos llueva o truene», sentencia uno de ellos.
«El ambientazo que se junta aquí es una maravilla», señala uno de los encargados de dorar la carne y azuzar el fuego. «Además, desde el covid, no recuerdo ver esto tan lleno».
La noche avanza y el público empieza a cambiar. Ya no se ven niños jugando a la pelota y los más mayores han dejado sus sillas vacías. Ya pocos quedan para bailar sevillanas y la parrilla gallega está cerca de apagar la brasa, cuyo combustible apenas luce su característico rojo vivo.
La cena da paso a las copas, y estas abren el apetito de la gente. Apetito de bailar. Llega el momento de La Pera.
El gentío se desplaza entonces hacia la enorme carpa que ocupa buena parte de la plaza. Carece de sillas, pero no las necesita. Allí lleva toda la tarde sonando música popular, para crear un entorno en el que todo el mundo baila. Bebida en mano, eso sí. Los alrededores se llenan de gente joven que, como es habitual, se reúne allí antes de dirigirse al centro para seguir con la noche.
«La Pera es lo mejor que tienen las fiestas», dice una chica que acude allí con regularidad. Los hay que prefieren Cañadío, a quienes les entra la prisa por irse, y los que se apresuran a llegar al autobús. Sea como fuere, la Peña La Pera no parará la música hasta las dos y media de la mañana.
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