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l recinto ferial de Santiago ha sido sometido a lo largo de las décadas, con variedad de argumentos, a forzosa itinerancia (Alameda Segunda, Plaza de las Estaciones, Cuatro Caminos y solar del matadero, campa de Rostrío, aparcamiento de la playa del Camello, La Albericia...). Desde hace años se establece en El Sardinero, principal ámbito de verano, donde ya estuviera en otra etapa.
Crónicas antiguas indican que las ferias se montaron en la hoy llamada Alameda de Oviedo, capítulo clave de su agitado devenir, hasta el lejano año 1947. Entonces, según escribiera José Simón Cabarga, «debido a las reformas introducidas en el recinto, las barracas y atracciones feriantes tuvieron que buscar nuevo emplazamiento». ¿Cuál? El Consistorio decidió trasladarlas a la zona denominada Los Arenales, ahora Castilla-Hermida-Barrio Pesquero. Testimonios fotográficos en blanco y negro dan fe al respecto. Lo que, ubicación aparte, no ha cambiado es su valor como referente de las fiestas. Valor lógico, pues sin este paraíso, ¿qué serían? Algo descafeinado. Desnatado. 'Light'.
Acudir al encuentro con los cachondos coches de choque; el tren de la simpática bruja, portadora de escoba y dispuesta a aplicarla en cabeza ajena al menor descuido; las emocionantes tómbolas, de tentadores premios; los churros recién fritos, de aroma inconfundible y delicioso sabor; el castillo del terror más terrorífico; el complicado laberinto, del que costaba la tira escapar; la apetitosa manzana bañada en caramelo; el entoldado de tiro con plomo para derribar bolas o el de tapones de corcho para tumbar botellucas, y la amplia relación de opciones que dotan de ambiente durante unos días a cualquier ciudad, implica tener asegurado pasarlo pipa indique el DNI la edad que indique.
Muchos lo comprobamos desde la niñez hasta las canas. Por tal motivo, calendario tras calendario, no dejamos de acudir a una cita que atrae cual imán. Y por supuesto: nunca volvemos a casa defraudados, sino al revés. Es decir, con ganas de retornar al jolgorio en cuanto la cartera se recupere y las circunstancias familiares o laborales lo permitan.
Las actuales atracciones, de sofisticada tecnología, llaman la atención tanto por las posibilidades de placer al límite que en determinados casos ofertan como por la atractiva puesta en escena, sobre todo en el apartado luminotécnico. Las de antaño eran menos epatantes, pero igual de mágicas y entrañables. Qué decir de los caballitos, por citar un ejemplo significativo, que transmitían con el sube/baja y avance en círculo la sensación de cabalgar hacia la utopía. Y de la sugestiva noria, que nos elevaba a una altura de la que hace cosquillas en la barriga. Y de las casetas con misterios y fenómenos, como la que presentaba a la afamada 'mujer serpiente', en cuyo interior se contemplaba en un pequeño escenario una cabeza real y un cuerpo de reptil en versión escayola o goma pintado 'ad hoc'. El viejo y eficaz truco de los espejos alcanzaba su máxima eficacia. Tanta, que dejaba enredados en la duda a los numerosos observadores que accedían.
Como en el caso de la 'mujer serpiente', 'El Monstruo de Guatemala' («capturado en una grieta por el gran actor Richard Burton», se difundía a través de la megafonía) y 'La muerte de Caryl Cheesman' también causaban profunda sensación. Y la caseta que anunciaba en el exterior con letras grandes 'Sólo para hombres'. Seducido ante tal anuncio, el personal masculino pasaba por taquilla. ¿Qué se mostraba allí? Poca cosa. Se abrían las cortinas e iluminados en un pequeño escenario había ¡un pico y una pala! En consecuencia, al acabar el 'show', cada espectador animaba con indisimulado entusiasmo a más personas para que, previo abono de la correspondiente entrada, disfrutaran de algo, es obvio, inolvidable.
Una atracción que también enganchó al personal fue la de los audaces motoristas del muro de la muerte, que realizaban en un cilindro gigante exhibiciones de habilidad e inclinación casi imposible. Y fuera (para macizar a la clientela), sobre rodillos, manteniéndose de pie en el asiento de la moto con ella en marcha. De nada servía explicarle a más de un ciudadano que posibilitaban aquellos milagros determinadas leyes físicas. Significaba predicar en el desierto. Como declaró uno al concluír la función, «si no lo veo, no lo creo». A lo que su compañero de asombro añadió en plan remate: «¡Que me maten si lo entiendo!».
Si hubiera que elegir a un personaje que representara este tipo de territorio sería el charlatán de feria. Y con un nombre de tronío: León Salvador, crack a la hora de vender de todo aunque su especialidad, en tiempos sin máquina eléctrica de afeitar, se centraba en las hojas de idem 'Pieles Rojas', firma acreditada. Tomaría su relevo décadas después 'El Figuras', añorado por quienes fuimos admiradores o clientes (vendía desde la plataforma de la parte trasera de su camión-almacén, a precio barato, figuras decorativas). Los dos fueron catedráticos del oficio. Convirtieron cada parlamento público en una representación teatral de primer nivel. La cantidad de seres humanos que fidelizaban a diario confirmaba todo su carisma.
Las atracciones mencionadas y muchas más tenían como complemento la frecuente presencia en el recinto de los circos y teatros de variedades, que con las vedettes como cabecera de cartel alteraban la sangre de numerosos varones. A los coloristas carteles que anunciaban la presencia del Circo Atlas de nuestros maravillosos payasos Hermanos Tonetti, del Circo Americano, del Corzana o del España de los Hermanos Díaz se sumaban los de empresas como los populares Teatro Argentino y Teatro-Circo Cirujeda, que en sus inicios difundían los espectáculos mediante augustos especializados en 'hacer la puerta'. ¿De qué iba la cosa? Situados de reclamo en una tarima exterior, los cómicos llamaban la atención de cada transeúnte inventando, sin saberlo, el 'play-back'. Abrían la boca y parodiaban con gracia a sus compañeros, escuchados en la calle mediante altavoces. Dominaron la materia, entre otros, Diego Carrasco 'Cantinflas', Antonio Montesinos 'Cascarilla' y Francisco Calpe 'Tronquito'. Incluí en mi libro 'Risas y lágrimas. Historia de los payasos españoles' una foto de 'Tronquito' y 'Cascarilla' actuando en Santander (Cirujeda, año 1948) que es zumo de melancolía, un poema en tono sepia de aquella época plagada de carencias. «¡Pasen, señores, pasen! ¡Teatro Circo Cirujeda, instalado en la feria! ¡Sesión continua! ¡Esta sesión y la próxima, con la misma localidad! ¡Sesión continua! ¡Localidades en taquilla! ¡No hay que esperar! ¡Taquilla al lado izquierdo, entrada por el lado derecho! ¡Pasen, señores, pasen!», decía desde el micro la voz anónima.
Volver a las ferias significa evocar la infancia. «Las personas grandes nunca comprenden nada por sí solas, y es muy aburrido para los niños tener que darles una y otra vez explicaciones», afirmó el inolvidable Antoine de Saint Exupery. Le asistía toda la razón. Como demuestran los hechos, en la sencillez bulliciosa de las atracciones festivas habita la chispa de la vida. ¿No consiste, acaso, la felicidad en poder pringarse sin prejuicios los labios y la nariz con un voluminoso algodón de azúcar?
Bienvenidos sean, sí, los feriantes, eternos defensores, igual que Mario Benedetti, de la alegría, oxígeno para vivir:
«Defender la alegría como una trinchera / defenderla del escándalo y la rutina / de la miseria y los miserables / de las ausencias transitorias y las definitivas / Defender la alegría como un principio / defenderla del pasmo y las pesadillas…».
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