Un público variopinto en torno al toro

La de Cuatro Caminos no es una plaza de toros de primera, según dicen los que entienden, pero la afición santanderina sí. La afición, aquí, es capaz de montar una gran fiesta, una fiesta de primera. Como la que se montó el sábado en torno a la plaza de toros, antes de la primera novillada. O como la de este domingo, con el rejoneo. A las seis, mareas de gente por la calle Jerónimo Sáinz de la Maza; los bares sin que entrase un alfiler y el público, otra vez, jubiloso, «porque lo de los caballos es lo más bonito», decían Alegría García y Mini Gómez, dos señoras de Astillero que habían venido en tren y estaban merendando churros. A ellas dos lo que les gusta es «el ambientillo de antes, el regustillo de la fiesta», repetían frotándose los dedos, con azúcar de los churros y salero. Es que en Santander la previa es mucha previa. En la recta estaba otra vez el vendedor de almohadillas al grito de «¡almohadillitas señora!», y venga a bajar y a subir gente por esa recta de entrada a Santander en torno a la plaza.

«Vengo todos los años», decía Óscar Marmolejo, «porque para mí esto esto un arte y la tauromaquia representa el éxtasis». Hay quien se lo toma muy, muy en serio. «Vamos a ver los caballos, que son muy bonitos», le decía una mujer a un niño que iba en carrito. Con razón los aficionados dicen que esto de los toros se transmite de generación en generación. Desde la más tierna infancia. Este domingo, además, es que se podían ver los caballos que iban a participar en la jornada vespertina. Ahí estaban, enjaezados con adornos y trenzas en las crines, brillantes, acicalados y admirados.

Algunos llevaban la almohadilla en el bolso y otros no. Unos iban muy arreglados y otros menos. Los había que eran de cerca, de lejos, más jóvenes, más mayores, con y sin acento, pero, de nuevo, este variopinto público permaneció durante varias horas en la misma plaza en torno a lo que considera un espectáculo.

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