Gentrificación de una playa con 156 escalones

Afortunadamente, ahí sigue sin domesticar: una playa salvaje en medio –o casi– de una ciudad, un tesoro al final del paseo más bonito que se puede hacer.

El entrante abraza el mar mirando al nordeste. La pared de la derecha desciende en planchas inclinadas hasta hundirse en el agua, que va desgastándola a lametazos. En la de la izquierda, más abrupta y vertical, las olas tienen menos miramientos y dejan a sus pies una montaña de roca molida. Seguro que tiene una explicación geológica por la orientación de los estratos o las características del material, en algunos sitios tierra gris que la lluvia funde en barro.

El progreso, no obstante, se va acercando: primero conquistó Cabo Menor, que era una finca dejada y fue convenientemente expropiada por el Ayuntamiento, reservando la parte con mejores vistas para abrir un campo de golf. Lo que ahora se llama senda costera era un camino de cabras por el que el paseante, siempre atento a no tropezar, podía cruzarse con alguna moto de trial. Mataleñas, pese a todo, se revuelve: ¿que le ponen una malla para impedir que las piedras desgajadas de la pared acaben en la playa? Pues protesta dejando caer un enorme trozo de acantilado enfrente.

¿Se puede hablar de gentrificación en una playa? Los chavales de Cueto han quedado arrinconados por los asiduos de Valdenoja, más sofisticados, que no conocieron el chiringuito de abajo, con parroquianos que llevaban el tabaco trabado en el bañador mínimo.

Mataleñas permanece intocable gracias a la incomodidad de su acceso, 156 o 157 peldaños que hay que bajar (y subir después). Es esa interminable escalera la que filtra la clientela del arenal: ajena a los vaivenes sociales, lo único que exige es gente joven y sin pereza.

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