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ASER FALAGÁN
Santander
Domingo, 12 de noviembre 2023, 01:00
Una tarde cualquiera de un día cualquiera. Un par de amigas charlan en la calle, junto a una terraza. Como testigo, la hija de una de ellas. De pronto, se les acerca un señor ya entrado en años. Con prudencia, les enseña la cajita que ... siempre le acompaña; una funda de puros abierta en la que se lee 'Farias' con claridad. Se cruzan las miradas y una de ellas responde amable: «No, muchas gracias, no fumamos». Tras un instante de silencio, acota, como para dar más datos y no resultar demasiado cortante: «Y mucho menos puros».
Naturalmente, era un equívoco. No les estaba ofreciendo tabaco, sino pidiendo la voluntad. Y quien le hacía era uno de los muchos personajes clásicos del Santander de aquella época, a finales del siglo XX. Gene, para más señas. Al menos así se le conocía, y su nombre real poco importa a efectos de esta historia.
La suya es una de las muchas figuras populares de finales del siglo XX en Santander. Como lo fueron Molina, Tista, Popy, El Vampiro, El Divino y, por supuesto, Fernandito, al que siempre persiguió la leyenda de ser hijo de Alfonso XIII, con quien tenía un indiscutible parecido. Todos ellos testigos o supervivientes de otra época y que dejaron huella en la memoria colectiva de la ciudad.
Gene era uno más. Una persona que buscaba ganarse la vida en diversos oficios y que encontró durante unos años uno muy concreto que labró cierta leyenda urbana.
Durante una temporada, y aunque oficialmente la figura se había extinguido ya, patrulló Santander como lacero. Ufanado en localizar los perros abandonados o silvestres de la ciudad para capturarlos, entregarlos y, de paso, ganarse un pequeño jornal. Una tarea necesaria que recaía en personas concretas hasta que los servicios municipales quedaron más o menos institucionalizados, aunque fuera a través de contratos.
La de lacero era una profesión más o menos habitual hasta bien entrado el siglo XX, cuando entraron definitivamente en servicio las perreras municipales. Y así se ganaba Gene la vida, según trascendió en el boca a boca, aunque estrictamente la figura no existiera. Con el permiso del Ayuntamiento de Santander, capturaba a los animales sueltos, una tarea por la que cobraba; se dice que aproximadamente 25 pesetas por cada uno. Convenía así que los dueños de los perros los tuvieran bien vigilados, porque aunque no fuera demasiado jugosa la recompensa podía resultar suficiente para que una mascota despistada terminara en las manos del lacero de turno. Al fin y al cabo, era su forma de vida.
De ahí surgió un mote tan cruel como injusto para quienes en otra época se limitaban a entregar los canes a la autoridad competente: Mataperros. Después la imaginación hizo el resto. La gran bolsa o mochila que en ocasiones portaba invitaba a la imaginación. Tal vez fuera allí donde escondía los cánidos, porque nadie sabía lo que había dentro ni aceptaba enseñársela a nadie. Naturalmente, todo es falso. Nunca hubo un saco con animales, pero la imaginación popular tampoco necesita demasiadas evidencias para dar algo por hecho Algunos testigos de aquel Santander aún aseguran que así era: «Nadie sabía lo que llevaba en ese saco». Suponiendo, incluso, que el saco existiera, lo que ya es mucho aventurar.
Poco a poco, esta actividad fue desapareciendo. No porque no fuera necesario un control de animales en las zonas urbanas, sino porque a partir de la segunda mitad del siglo XX comenzaron a aparecer las primeras protectoras y los ayuntamientos decidieron progresivamente por poner la tarea en manos de profesionales. En el caso de Santander, se lleva a cabo desde hace décadas a través de asociaciones concertadas con la Casona. La última de ellas, Asproan, que tomó en 2023 el relevo del Centro Canino de Parayas, titular de la concesión a lo largo de tres décadas.
Esos cambios dejaron sin sentido figuras como la de Gene, que para entonces ya eran una reminiscencia de otra época y ni siquiera trabajaban por encargo directo, sino de una forma consentida para llevar a cabo una labor, al fin y al cabo, necesaria.
Y a falta de oficio, en los últimos años algunos se vieron abocados a pedir la voluntad. En este caso, de una forma muy característica; siempre con la misma caja de puros que le acompañaba custodiando las monedas que le quisieran dar. Claro que aquello llevaba a equívocos como los de aquellas dos mujeres, con la hija de una de ellas como testigo, en una tarde cualquiera de un día cualquiera en Santander.
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