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Un viernes festivo. Con ese resol de otoño que llena de chispas la bahía. Santander estaba precioso y el muelle, lleno. En los días así, aquí se pasea cerca del mar. Antes y ahora. Un 28 de octubre de 2018 o un 3 de noviembre de 1893. En el ir y venir, en esa fecha, la curiosidad tiró de muchos a un punto concreto. Frente al muelle saliente de madera de Maliaño. Fuego a bordo, desde media mañana. En las bodegas de un vapor de la compañía Ibarra con casco de hierro remachado y casi ochenta metros de eslora. A eso de las tres, la nube negra era un gigante sobre el Cantábrico. Imponente. Todos iban a ver de cerca el espactáculo. La explosión fue algo más tarde. Sobre las cinco menos cuarto. Cuesta tanto pasear hoy por el mismo lugar e imaginar la fuerza, el temblor... La violencia. Para hacerse una idea, una de las anclas apareció clavada en la calle del Puente y 25 manzanas quedaron arrasadas. Como en las fotos de los bombardeos de las guerras. Para comprenderlo, en ese Santander próspero implicado en el comercio con América, murieron, de golpe, casi seiscientas personas y unas 2.000 quedaron mutiladas o heridas graves. Por la carga convertida en metralla, por el fuego o ahogadas en una marea de fango oscuro y fúnebre que lo cubrió todo. «La mayor catástrofe marítima en un puerto europeo en tiempos de paz», se ha escrito. El Machichaco, «Cabo Machichaco», lo cambió todo. La vida, el futuro y hasta la fisonomía de la ciudad. Las normas para la gestión de las cargas peligrosas. El corazón mismo de Santander. Y fue hace 125 años.
Las grandes catástrofes implican grandes –y fatales– casualidades. El vapor se dedicaba semanalmente a la línea de cabotaje que, desde Bilbao, distribuía los productos de la industria vasca por los puertos de la península. Y Bilbao sufría entonces una epidemia de cólera. Eso había retrasado varias semanas la salida del barco y multiplicó por cuatro la carga habitual de algunos materiales. «Entre las más de 1.600 toneladas de carga general, portaba barras, flejes y lingotes de hierro, tuberías, planchas de hojalata, clavos, herraduras, railes de tren, además de harina, tabaco, madera y otros productos, entre ellos, doce toneladas de ácido sulfúrico y 1.720 cajas con 25 kilos de dinamita cada una». El párrafo es de una crónica que escribió para este periódico hace cinco años José Luis Casado Soto, el gran historiador del mar, que falleció un año después.
Un relato preciso que aclara de la memoria rápida el posible motivo de la explosión. Cuando dieron el barco por perdido decidieron empezar a sacar lo que se pudiera y hacer un boquete en la amura de babor para que el agua rematara lo que no podían conseguir los bomberos. «La dinamita no estalla cuando se quema –contaba Casado Soto–, pero fueron los golpes de las mandarrias sobre los cortafríos utilizados para botar los remaches, en el intento de abrir la vía de agua proyectada, lo que detonó la nitroglicerina sudada por el calor de la piedra de diatomeas que la contenía». No fue, directamente, el fuego. Fueron los golpes.
Ese fue el gran estruendo, pero no el único. También lo aclaraba la crónica. Entre los restos del barco, en la bodega número tres, quedaban todavía 31 toneladas de dinamita, que no explotaron. Una amenaza latente que los técnicos de la Junta de Obras del Puerto que no perecieron en la tragedia de noviembre intentaron eliminar meses después a través de unos buzos. Debían sacar las cajas y la nitroglicerina que se había desprendido en el contexto de una ciudad atemorizada que reclamaba explicaciones. Una fecha: 21 de marzo del año siguiente. A alguno puede resultarle familiar –21/3/1894– porque está en el reverso de la cruz que recuerda a las víctimas en el monumento que hay en el centro de Santander. Otro día trágico. Quince muertos. Y hubo, incluso, una tercera explosión. Nueve días después y bajo la supervisión de la Armada Española. Desalojaron la ciudad y destruyeron lo que quedaba. Esta vez sin muertes, pero con los ánimos reventados.
2.000 Personas quedaron mutiladas o heridas tras la explosión
La explosión rasgó carne y cimientos. Se llevó por delante media ciudad y más que eso. Una forma de crecimiento, un modelo de futuro. En ese Santander del viernes festivo como recuerdo de la Batalla de Vargas en la primera Guerra Carlista se acababa de rematar la última casa del Paseo de Pereda y empezaba a construirse por detrás de esa línea. Castelar estaba en los planos, pero no en el horizonte y la fábrica de gas marcaba el límite, la frontera urbana. Al Sardinero, un barrio incipiente pero muy lejos de lo que hoy es (sin el Palacio de La Magdalena, sin el Gran Casino...), se llegaba por el interior, bajando por la Cañía o en tranvía. Así era. Empezaba a tomar forma el Ensanche de Maliaño (lo que hoy sería el primer tramo de la calle Castilla) y Calderón de la Barca o Méndez Núñez eran calles nuevas detrás de la vieja Catedral. «La explosión se llevó por delante edificios enteros», explica Luis Sazatornil, catedrático de Historia del Arte de la Universidad de Cantabria, que pone sobre la mesa las claves de la conmoción social y urbanística que sacudió ese periodo en la capital.
Hay muchos hilos de los que tirar. Historias populares como la de Asunción Muriedas, que corrió, como tantos, al ver las llamas movida por la curiosidad. Perdió una pierna con la explosión y dio un salto tal que para la memoria de un Santander tan dado al apodo quedó eternamente bautizada como «la voladora» (madre, además, de otra mítica de Puertochico, como fue «Cruza»). Historias literarias, como la de Pachín González, personaje de Pereda. Pequeños relatos, como el de la carta que Ellen Lawreson escribió a sus parientes en Gran Bretaña contándoles lo sucedido desde la visión privilegiada que tenía en su posada, «La inglesa», de la calle Méndez Núñez. Ese texto, recuperado por su bisnieta en 1982, es una de las mejores crónicas que describen «la tremenda escena de destrucción».
Pequeñas y grandes cuestiones. En el contexto, por ejemplo, de esos años. Una ciudad que se metía dinero en los bolsillos al recibir los barcos que venían de América se veía «muy afectada por la Guerra de Cuba» y la inestabilidad en las colonias. Sazatornil lo apunta y no es casual. «En el 93 se destruye medio Santander y en ese periodo estaban retornando los capitales de los indianos. ¿Qué mejor negocio para invertir ese dinero que en la reconstrucción de una ciudad?». La actividad constructiva en 1900 fue enorme, con edificios que tocaba rehacer o retocar. Un hervidero de contratos. Mucho dinero.
Y hay más asuntos. Más claves. «Sobre la cubierta –escribió Casado Soto en El Diario Montañés– estaban presentes la totalidad de las autoridades, así como los grandes capitanes de empresas marítimas de la ciudad, discutiendo e impartiendo órdenes a los tiznados y empapados bomberos y marineros afanados en su lucha contra el fuego». Todos los altos cargos. Y todos cayeron. En el desconcierto general, «la ciudad queda descabezada», según Sazatornil. Destruida y desnortada. Obligada a un relevo generacional en lo público y también en lo privado, con nuevas caras al frente de las empresas.
El historiador de la UC explica que, en ese contexto, es un grupo de jóvenes arquitectos el que se echa a la espalda buena parte de la responsabilidad de tomar decisiones. Entre ellos destaca la figura de Valentín Ramón Lavín Casalís. Cuantificar daños, describir las actuaciones más urgentes, hacer planes para el futuro... De entrada, la historia del siglo XIX en Santander fue la biografía de sus incendios y, tras la explosión, hubo que cortar las llamas que la siguieron con lo poco que quedaba disponible. Primeras medidas. De los años posteriores parte, de hecho, la organización de los bomberos de la ciudad, con las instalaciones de los voluntarios en Numancia y las de los operarios municipales que hubo en el Río de la Pila.
Actuar y pensar. De Lavín Casalís es el primer plano de población, un trabajo equiparable a lo que hoy sería un Plan General de Ordenación Urbana. El Machichaco cambió tanto los conceptos y las intenciones que estuvo en el origen «de una nueva centralidad». Para entenderse, lo que hoy llamamos «el centro» estaría en otra parte si la tragedia no se hubiera producido. Había un proyecto para construir el Ayuntamiento en lo que hoy, más o menos, ocupa el Hotel Bahía. Había, de hecho, montones de proyectos pensados para una urbe volcada en su frente marítimo. Y todo cambió. La Casa Consistorial se ubicó donde está hoy y, tras ella, el mercado de La Esperanza... De la vida construida al nivel del mar a las cuestas y laderas alejadas, pero seguras.
Porque nada fue lo mismo. Y hay tesoros si uno rasca en la historia. El otro gran debate se centró en la necesidad de mover el Puerto, de alejar el miedo y el peligro. ¿Hacia dónde? En última instancia, hacia Raos, pero Sazatornil habla de un documento que proponía un traslado al entonces aún apartado Sardinero, aprovechando la vaguada de Las Llamas para llevar por ahí la comunicación mediante el ferrocarril. ¿Se lo imaginan? Fue, en el fondo, decidir sobre el futuro turístico de la ciudad, sobre las posibilidades de un lugar que acabó convertido poco después en paraíso veraniego para reyes y cortesanos. Sobre, seguramente, el icono de las postales.
Y de todo eso –de la tragedia y de la convulsión entre los santanderinos, de las claves para entender por qué es como es el suelo que pisan muchos que apenas saben lo que ocurrió, de la explosión que cambió todo para siempre– se cumplen en unos días 125 años.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
José A. González y Álex Sánchez
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