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Santander luce desde el 15 de febrero de 1941 la cicatriz indeleble del colosal incendio que devoró toda su puebla medieval. El vendaval imposible que azotó los añejos edificios hasta derrumbar sus esqueletos de madera fue la mano ejecutora, pero por sí sola aquella ciclogénesis, la madre de todas las ciclogénesis, no hubiera podido borrar en solo tres días varios siglos de historia de la vieja villa costera. Ni los vientos huracanados, que alcanzaban los 200 kilómetros por hora cuando un enésimo latigazo arrancó de cuajo el anemómetro del Paseo del Alta, ni el inusual 54% de humedad resultaban suficientes para evaporar 1.783 viviendas y obligar a desplazarse a Santander a bomberos de decenas de ciudades.
Tuvo que haber una chispa; un factor desencadenante. Y en medio del horror y el caos al que el viento sur condenó a la ciudad mientras el fuego lamía su historia, las fuentes de la época resultan en ocasiones confusas. Se sabe, eso sí, casi con absoluta certeza, que fue el en número 20 de la calle Cádiz. Pero a partir de ahí multitud de especulaciones y conjeturas trataron de explicar el origen del mayor siniestro, o al menos del mayor siniestro fortuito, que padeció jamás la ciudad.
Uno de los relatos es el de una criada inexperta que trataba de prender leña en un edificio y no pudo evitar que el fuego se descontrolara y se extendiera rápidamente por toda la planta para que después la surada hiciera el resto del trabajo.
Otro, mucho más cerca de la conspiración, asegura que el siniestro fue en realidad provocado, con el objetivo de construir sobre el solar, aunque después el asunto se desbocaray redujera a cenizas buena parte del centro y casi todo el casco histórico de Santander.
Son dos relatos que han permanecido vivos a través de la transmisión oral y que apuntan a ser completamente falsos, aunque las escasas evidencias que se tienen sobre el modo en que se originó el incendio (no el lugar y la hora, que se conocen con precisión) no permitan descartar nada completa seguridad.
Incluso hay otra posibilidad, y esta no es una leyenda urbana, sino fruto de una investigación de Ángela de Meer, profesora de la Universidad de Cantabria. En los bajos de aquel edificio maldito había todo tipo de material combustible e inflamable que a la mínima chispa pudo haber provocado las llamas o al menos contribuido a que a la llegada de los bomberos todo estuviera ya perdido. «Miré en los impuestos de actividades económicas de la Cámara de Comercio y descubrí que debajo había un almacén de madera, al lado un almacén de productos de droguería al por mayor y al otro lado una carbonería», explicó en 2009 a El Faradio.
Lo que en realidad ocurrió, o al menos lo que señala el informe oficial de aquel mismo 1941, es que todo comenzó en la pensión que funcionaba en aquel inmueble, a la que se accedía precisamente a través del portal número 20. Allí las ascuas del brasero de un inquilino se desbocaron, quizá por torpeza o tal vez por una racha de viento, y treparon espídicas hasta el techo.
Podía haber sido un incendio más de la multitud que habían tenido que sofocar los bomberos de Santander, tanto los profesionales como los voluntarios, en una tarde sin tregua, pero aquella vez las lenguas de fuego se las arreglaron para hacerse fuertes muy pronto sobre el tejado y viajar azotadas por el temporal al del número 15 de Ruamayor. Apenas una hora después, Santander era una enorme antorcha urbana que la herida torre de la Catedral alimentaba como un surtidor de fuego.
Es más que probable que así se desencadenara el incendio que destruyó Santander en 1941. La hipótesis de que todos aquellos productos inflamables amasaran la tragedia, como sospecha De Merr, es, además de compatible con la narración oficial, plausible. Pero de lo que no existe ninguna evidencia es que fuera una empleada del hogar quien iniciara involuntariamente las llamas. Y mucho menos de que fuera intencionado.
Lo que sí es cierto, y aquí no hay teoría de la conspiración, es que el incendio abrió un proceso de gentrificación del centro de la ciudad, expulsando a muchas familias para siempre de los que habían sido sus barrios, y que la tragedia sirvió también para la especulación inmobiliaria. Muchos edificios sucumbieron a las llamas, otros se dinamitaron para construir cortafuegos y algunos quedaron tan heridos que tuvieron que ser demolidos. Pero otros podían haberse salvado. Sin embargo, las autoridades prefirieron demolerlos para reconfigurar completamente la ciudad conforme al modelo urbano franquista.
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