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Se habla de ello en la famarcia, en el bar El Moro, en la peluquería y en el interior del edificio número 4 de la calle Nicolás Salmerón: «Todo ha pasado, estamos limpios, volvemos a tener vida». Lo celebran algunos vecinos en los ... descansillos, cuando se saludan entre ellos al recibir a El Diario Montañés, que ayer llamó a varias de sus puertas después de muchas jornadas en que su única vía de comunicación con el exterior se redujo a los gritos a través de las ventanas o al sonido metálico del telefonillo en el portal.
Han transcurrido más de cuatro semanas desde que el pasado 27 de junio Salud Pública ordenara el confinamiento forzado de los 97 residentes del bloque tras un brote de coronavirus que llegó a afectar a 16 de ellos. Y este pasado martes, tras la vuelta a casa de la mujer de 89 años que había permanecido ingresada con la infección, Sanidad dio por cerrado el brote en este inmueble del barrio de Castilla-Hermida. Lo celebran los negocios, que temieron durante unos días que la enfermedad estigmatizara al barrio y nadie quisiera regresar por allí. También los vecinos, que por fin pueden hablar alto y claro acerca de un trance que ya es cosa del pasado.
«Yo he pasado el coronavirus. He sido uno de los infectados, y ya estoy limpio». José Rafael Ayovi abre la puerta de su casa tímidamente, pero no tiene complejos a la hora de reconocer su condición, que ahora, de hecho, casi es una ventaja diferencial. «En principio estaré inmunizado, ¿no?», afirma. En su piso, el primero B, vive su familia de seis personas, incluidos sus hijos menores, de 14, 13 y 10 años. «Ellos son los que peor han pasado esto porque en un principio sólo dimos positivo tres; pero luego ya todos. Es normal».
Su mujer y una de sus hijas mayores -que tardaron en positivizar el virus-, se ocuparon de las comidas y de atender a todos los demás, que permanecieron aislados en sus habitaciones durante semanas. «Es muy complicado ese proceso porque al final ni siquiera te ves, casi ni hablas con tu propia familia por temor a infectarlos». Ahora los más pequeños no paran en casa y él ha podido volver al trabajo.
«Dicen que probablemente nos infectamos varios vecinos en el ascensor, tocando los botones, o igual con la barandilla de la escalera. Por eso ahora procuramos subir y bajar como lo hacíamos antes, pero sin tocar nada», comenta.
José Rafael Ayovi
Rosario Álvarez
Cheikhov Dia
Son muchos los residentes que usan las escaleras porque de hecho hay más trasiego en ellas que en los propios ascensores. Parece que el mensaje ha calado y el temor permanece en un edificio donde parece que ciertas costumbres de prevención se han instalado para siempre. Pilar González, otra de las vecinas, confiesa que utiliza un pañuelo cada vez que se mueve por las zonas comunes, para pulsar los botones en el ascensor. «Luego lo tiro, cada vez, y así no tengo que tocar absolutamente nada. Y después de todo todavía me lavo bien las manos».
Al inicio de esta crisis sanitaria, que mantuvo atento a todo Santander y parte de España, porque la noticia del edificio confinado llegó a todos los medios nacionales, muchos vecinos optaron por esconderse, por mantener la privacidad en medio de la vorágine. Ahora es diferente. Pasado todo, incluso los positivos parecen querer hacerse oír para aclarar que la infección ha pasado.
Cheikhov Dia es uno de los senegaleses que resultaron infectados. No quiso hablar cuando permanecía confinado y sí lo hace ahora que se muestra más relajado. «Lo hemos pasado los seis que vivimos en el tercero A», afirma.
Su suerte es haber superado la enfermedad sin darse cuenta. «No tuvimos síntomas, por eso fuimos de los últimos en dar positivo, porque como nos encontrábamos bien...», confiesa después de veinte días de confinamiento que se le han hecho muy largos.
«Esto ha sido muy gordo porque al final tienes que quedarte en casa, no puedes trabajar y pasas miedo». Dice que el miedo es algo que padece y que padecen también quienes lo rodean. Cuando llega al portal, o cuando va por el barrio, aún hay quien lo señala. «Es lógico, en parte, porque dicen... 'mira, cuidado, ese es el que tuvo coronavirus' y se apartan. Lo entiendo, porque yo mismo tengo miedo de la gente y de que cualquiera pueda contagiarme cuando salgo a la calle». Por eso protege su rostro tras el azul de su mascarilla quirúrgica.
A los más mayores el confinamiento les ha dejado una herida que aún no ha cicatrizado. Rosario Álvarez, vecina del primero E, se queja del trato de las instituciones. «Hemos estado desamparados», concreta. «Nos hicieron las pruebas y nos dijeron que nos quedáramos en casa, pero nadie se ocupó de verdad de si estábamos bien alimentados o si nos hacía falta cualquier otra cosa». Ahora mira atrás y se congratula de no haber «cogido el bicho». «Es lo único que me hubiera faltado». Y cuando cierra la puerta de su casa se le escucha cacharrear en la cocina, como cualquier otro día normal. De hecho, como cualquier otro de los vecinos del bloque que ayer, por fin, volvieron a preocuparse de las cosas mundanas y no de la dichosa pandemia.
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