La Porticada ya huele a castañas
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La familia Salas lleva una vida dedicándose a mantener viva la tradición con su locomotoraEn el corazón de Santander, justo en la Plaza Porticada, Teresa Salas y su marido, Jesús Palazuelos, atienden uno de los puestos de castañas asadas más emblemáticos de la ciudad. Detrás de cada cucurucho que entregan hay una historia familiar de esfuerzo y tradición que ... comenzó hace más de tres décadas, cuando los abuelos de Teresa iniciaron el negocio vendiendo castañas en invierno y helados en verano. «Mis abuelos empezaron con esto, pero nosotros no siempre estuvimos aquí», recuerda Teresa. «En sus primeros años vendían donde estaba el Teatro Pereda, también en la Plaza de las Estaciones y en Numancia. Nosotros llegamos a la Porticada cuando los primos de mi padre, que tenían este puesto, se jubilaron y lo cedieron a nuestra familia».
Hoy, Teresa y Jesús son los encargados de continuar un legado que mezcla el sabor del invierno con la dulzura del verano. «Somos los mismos que estamos detrás de los helados Tere Salas, los del carrito que puedes ver en El Sardinero», explica Teresa con orgullo.
Lo que para muchos puede parecer un oficio sencillo, en realidad requiere mucho más esfuerzo del que se ve a simple vista. «La gente solo ve el cucurucho que se lleva a casa, pero no sabe todo lo que hay detrás», dice Teresa, quien lleva las riendas del negocio con una rutina que comienza mucho antes de encender las brasas.
Las castañas llegan en bruto, sucias y mezcladas. Primero hay que lavarlas, secarlas y clasificarlas. «Separamos las grandes de las pequeñas porque, de lo contrario, se quemarían al asarlas», explica. Además, las castañas que venden no son de cualquier sitio. «Vamos nosotros mismos a buscar las mejores. Recorremos Cáceres, Ávila, Galicia… Si no cumplen los estándares, las rechazamos. A veces vuelves de vacío después de un viaje de horas», cuenta.
El día de trabajo es largo. «Empezamos a las ocho de la mañana en el obrador de Guarnizo, donde también hacemos los helados. Allí preparamos todo para el puesto de castañas y no terminamos hasta las diez o diez y media de la noche, dependiendo del día. Es agotador, pero es la única forma de mantener la calidad que nos define».
Además, Teresa desmiente el mito de que vender castañas es un negocio redondo. «Muchos creen que nos forramos porque solo ven el precio del cucurucho. Pero no ven lo que se tira: castañas que llegan malas, las que se queman o las que no cumplen los estándares. Algunas veces hemos tenido que desechar kilos enteros, y eso son pérdidas para nosotros».
Teresa es la tercera generación que trabaja en el negocio y ha estado inmersa en él desde niña. «Desde los catorce años ya ayudaba a mis padres. Luego estudié un grado superior de Formación Profesional, pero terminé quedándome aquí. Lo he vivido toda mi vida. Sé distinguir una castaña buena de una mala solo con mirarla o por el olor», dice.
Sin embargo, no está claro si la tradición continuará en la familia. Su hijo, de 15 años, de momento no muestra interés en seguir con el legado. «Dice que quiere estudiar Biología y, la verdad, lo entiendo. Este trabajo es muy sacrificado. Yo misma, a veces, pienso que no quiero que pase por esto».
Aunque el puesto de castañas está abierto de octubre a febrero, la temporada de Navidad es la época dorada. «Vendemos muchísimo, pero también respetamos nuestra tradición familiar: cerramos en Nochebuena, Navidad, Nochevieja y Año Nuevo. Esos días son para descansar y estar con los nuestros».
En la campaña navideña, las jornadas se amplían un poco más, pero siempre respetando la esencia del negocio. «Nosotros no llevamos las castañas asadas al puesto. Las asamos allí mismo, a medida que la gente las pide. Queremos que estén perfectas, recién hechas, porque, si las recalientas en la máquina, acaban poniéndose duras», detalla.
La relación de Teresa con sus clientes va más allá de lo comercial. Muchos la han visto crecer detrás del mostrador y ahora son ellos quienes traen a sus propios hijos a probar las castañas. «Es bonito ver cómo la gente asocia este puesto con sus recuerdos de infancia. Es como ser parte de la historia de sus vidas», cuenta emocionada. Además, el vínculo con los clientes se refuerza durante fechas señaladas como la Navidad, cuando las colas frente al puesto son interminables y el aroma de las brasas se mezcla con las luces festivas. Aunque el relevo generacional no esté garantizado, Teresa y Jesús están decididos a mantener viva la tradición mientras puedan, sabiendo que cada castaña que entregan lleva consigo la dedicación y el esfuerzo de una familia que ha hecho de este oficio mucho más que un trabajo. Más bien una forma de vida.
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