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«Yo nunca he sido más feliz que cuando había toque de queda», afirma tajante Reyes González del Río mientras abre el balcón de su casa, en la zona más animada del Río de la Pila, para demostrar el barullo que soporta cada noche durante ... los fines de semana. Para ser honestos hay que aclarar que la visita se realizó este pasado sábado sobre la una de la mañana, que no es el momento de más juerga, pero sí una hora a la que una mujer de setenta y tantos quizás estaría acostada de no estar esperando a un par de periodistas. Y, aun así, tener una ventana abierta obliga a hablar a voces.
Explica que en un edificio como el suyo, antiguo y de madera, la música y los gritos resuenan como en la caja de una guitarra, y sabe que eso es lo que le espera hasta las cuatro de la mañana, dependiendo de que algún grupo de borrachos remolones decida prolongar la fiesta y darle la serenata. «El otro día nos han roto el extintor: se apoyan en la puerta de abajo, que es grande, la desencajan y el portal se queda abierto, y entran, beben y hacen pis. Pero lo del extintor ha sido una avería: lo han cogido, lo han vaciado, y el polvo gris ha llegado hasta el segundo. Es desesperante. Me siento humillada», relata. Habla de botellas, plásticos, colillas y cristales rotos con que siembra las calles «la juventud», que parece más preocupada por la huella de carbono que por la que dejan sus alegrías. Y habla también de un Ayuntamiento de Santander que no hace nada.
En su garbeo de madrugada, el que esto escribe no fue testigo de esa violencia en las zonas de ocio nocturno que, según la Policía, ha aumentado un 30% después de la pandemia. Sí vio, como cosas que le llamaron la atención, a un tipo en pantalón corto y con el casco de moto puesto meando contra un contenedor en la calle Pedrueca; a un chavalín dándole una papela a otro en Santa Lucía; a un grupito gritando «¡Viva España! ¡Viva el rey!» antes de dar unas patadas a una señal de tráfico al lado del Río de la Pila, y a dos policías cruzados de brazos en Cañadío, y todo con un barullo de fondo como de las ferias.
Ricardo Alea | Vecino de la Plaza de Cañadío
Ricardo Alea, veterano de la lucha por el descanso desde la Asociación de Vecinos de Pombo, Cañadío y Ensanche, dice que esto es lo de siempre, que no se nota más conflictividad. ¿Hay más jaleos por el covid? No, los hay porque la gente a las tantas de la mañana está borracha y drogada, porque, más o menos, en eso consiste el salir.
Su zona es de las 'tranquilas': con una clientela de cierta edad, Cañadío no es sitio de mucha bronca, pero sí de ruido, todo el que se quiera. Alea fue uno de los que, a fuerza de pitadas, caceroladas y hasta con sirenas, lograron retorcer el brazo al Ayuntamiento, hace ya veinte años, cuando allí mismo se organizaban conciertos montando un escenario junto a la iglesia de Santa Lucía. Eso se solucionó, pero lo demás sigue más o menos igual.
Él llegó a comprarse un medidor. «Mira, 75 decibelios, y el máximo permitido después de las diez de la noche es de 55», muestra con el aparato, y eso que la plaza no está ni medio llena. «Cañadío es el centro neurálgico de la movida del norte y desde hace muchísimos años. Nuestro problema es el ruido: no se aplica ningún control ni vigilancia, y cada uno, hostelero y no hostelero, hace lo que le da la gana. Y todo lleno de porquería. Esta ciudad no se puede convertir en una barra de bar», lamenta.
Reyes González del Río | Vecina del Río de la Pila
Dice, y eso se comprueba dando un paseo por todo el centro de la ciudad, que lo de que está prohibido beber en la calle da risa. Es verdad: en el Río de la Pila, por ejemplo, la calle, de La Tienduca para arriba, es una gran terraza, aunque no tenga mesas. Lo de las dobles puertas para que no se escuche fuera la música es ciencia ficción en muchos locales. Y todo a gritos.
Luego está lo de la Policía. «Llamo y me dicen que solo tienen un coche para toda la ciudad. ¡Un coche para Santander incluso en pleno mes de agosto!». Lo de la 'respuesta' policial lo confirma cualquier vecino. Cuando se llama, unas veces contestan con una disculpa así, o dicen que cuando haya una patrulla disponible irá para allá; las menos, aparecen un buen rato después.
Elvira Balbás está tan harta que ya ni los llama. Vive, o intenta vivir, encima del Underground (que fue El Niño Perdido, Cabaret, Habana...), en Moctezuma, la misma calle donde hace unas semanas se liaron a navajazos. «Vivo encima de un urinario, y los regatos de meados llegan hasta debajo de casa. A veces echo lejía en el suelo para neutralizar un poco el olor», explica. «Antes -añade- luchaba contra ese bar porque no podía dormir hasta las cuatro de la mañana, pero ahora es peor, porque cierra a las cuatro y vuelve a abrir a las siete, hasta las once. Con una gente... Yo si pudiera irme, me iba».
Elvira Balbás | Vecina de Moctezuma
Visto lo visto, María Visitación Pérez, en Andrés del Río, se teme lo peor con esa zona de hostelería que está previsto poner en marcha en el Mercado de Puertochico. «Tenemos miedo de que esto sea Cañadío II», reconoce.
Al contrario que otros, para ella la situación ha mejorado bastante desde la crisis sanitaria, pero por la sencilla razón de que el 'after' que funcionaba en la calle Barcelona cerró. Allí, a la salida, mataron en 2018 a un hombre de una puñalada en el pecho. Tan mal lo veían en la urbanización que decidieron instalar cámaras de vigilancia. Comparado con aquello, que haya unos quinceañeros fumando porros y bebiendo calimocho en la plaza junto al Centro Cultural Doctor Madrazo es un alivio.
En la película 'Blade Runner', el replicante Roy Batty, antes de morir, iniciaba su famoso monólogo final con la frase: «Yo he visto cosas que vosotros no creeríais». Elvira Balbás contaba que había sido testigo de peleas y trapicheos, y de cómo se drogaban -«pero con cucharilla, ¿eh?»-. A Visitación Pérez le da como apuro hablar de ello, pese a que no es mojigata, y hay que sacárselo poco a poco.
-¿Drogas?
-Sí.
-¿Peleas?
-Sí.
-¿Navajas?
-Sí.
-¿Sexo en la calle?
-Sí... ¡pero es que ella mientras estaba comiendo pipas!
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