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En principio, la idea parecía clara: un paseo por Santander a oscuras por el apagón energético, con la ciudad solo iluminada por la espléndida luna, y donde cada bar, con su contraste de luces y sombras, recordase a un cuadro de Hopper.
Empezar por ... la calle San Francisco tenía su lógica: una vía comercial de siempre, con negocios que han pasado de una generación a otra... Con cierta dosis de ternura el periodista piensa que tras los contados escaparates que han quedado encendidos quizás haya una pareja de entrañables ancianos, con décadas detrás del mostrador, cuyas temblorosas manos no aciertan a reprogramar el temporizador. Aunque, siendo sinceros, si el paseante nocturno nota una punzadita de tristeza caminando por ahí no es por las cristaleras oscuras, sino por todas las que están vacías a la espera de comprador o arrendatario.
La sorpresa espera al final de la calle: el ayuntamiento ¡sigue encendido! ¡Y allí no hay viejecitos! La única explicación razonable –que no era la buena, como se puede leer sobre estas líneas– es que se trate de una 'ayusada': piensa el que esto escribe que quizás el edificio, sin duda singular, esté catalogado de alguna manera y pueda ser considerado monumento, con lo cual, con un poco de picardía política, quedaría fuera del ámbito del decreto ley. A fin de cuentas, también ha visto iluminado el Palacete del Embarcadero y la Estación Marítima. Y la Catedral. Y el Centro Botín. El Palacio de Festivales es el único punto oscuro del frente marítimo.
Y, ya plantados en mitad de la plaza, con un rápido vistazo alrededor se comprueba que, además de la casa consistorial, no es que haya dos o tres tiendas con luz: realmente son un montón. ¿Estamos ante una rebelión?
Vamos antes con otra reflexión: que, pese a la amenaza de sanción, un comerciante se niegue a cumplir la orden del Gobierno tiene su pizca de heroicidad (David contra Goliat, etc.); que lo haga una Administración, que siempre tira con pólvora ajena, carece de mérito.
Bueno, pues ahí estaban, exhibiendo su género deslumbrante, negocios de todos los tamaños, unos mostrando bolsos, otros con su amplia gama de gafas, alguno con embutidos diversos... y, por supuesto, los que ofrecen los últimos modelos de móviles. En Calvo Sotelo, Isabel II y Lealtad se repite la situación, y hasta los locales de las cadenas más conocidas presumen sin pudor de sus productos. Aquí es precisa una aclaración: a las 23.10, Zara tenía luz en su escaparate y en todas sus plantas, aunque también es verdad que había un camión descargando mercancía. Pero a escasos cien metros de allí, Massimo Dutti, que también pertenece a Don Amancio (Inditex), estaba iluminado y sin trajín de cajas.
Es probable que la causa de esta desobediencia tenga relación con las declaraciones del consejero de Industria, López Marcano, quien dio a entender que por parte de su departamento habría cierta laxitud a la hora de multar a los insumisos. O, quizás, es que los comerciantes, como los hosteleros, estén sencillamente hartos: de momento ya saben que para el 30 de septiembre van a tener que instalar puertas automáticas –enhorabuena a las empresas del gremio–, como antes, a cuenta del covid, se equiparon con medidores de CO2 –felicidades también a las de este–, y generadores de ozono –bravo por ellas–, y probablemente adquieran algún ventilador el día que vayan a comprar el termómetro que deberán tener a la vista –bien por unas y otras–. Que nadie se asombre si alguno se ve obligado a sacar las cosas a la calle para hacer hueco a tanto electrodoméstico. En todo caso, no cabe duda de que se produce un efecto mágico sobre todo lo que toca el Gobierno con su varita.
Cerca ya de la medianoche las terrazas del Paseo Pereda bullen de actividad, con los camareros un poco más sofocados que de costumbre. Ellos, como los que trabajan en las tiendas, tienen derecho a pensar que en Santander, a pesar de que solo encienden el aire acondicionado cuatro días, van y se lo quitan, cuando en Madrid, Córdoba o Albacete las ciudades zumban con el ruido de los equipos que llevan meses funcionando. «Si nosotros apenas lo usamos», protestan. A fin de cuentas, viene a ser lo mismo que contestó la ministra Ribera cuando desde Europa le dijeron que España tenía que ahorrar energía por si cortaban el suministro de gas de Rusia, ¿no?
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No vendría mal que Madrid hiciera un esfuerzo didáctico y explicase el por qué y el para qué de las medidas. Así se sabría si la energía que aquí se economiza se puede, de alguna manera, compartir con otros países, o si se trata de un simple gesto solidario hacia –por ejemplo– los alemanes, para que no vean cómo se nos mueve la melena con el aire a todo trapo cuando no saben si tendrán que quemar los muebles para calentarse en invierno –ellos, que se compadecieron de nosotros en los tiempos de prima de riesgo estratosférica–.
Que no sufran más quienes temían la vuelta de aquellas noches oscuras de Santander, las que se vivieron en el titubeante proceso de adaptación de las farolas de la ciudad para que dejasen de emitir su intensa luz naranja hacia otros planetas: durante aquellos días, tras el crepúsculo, soltar de la mano al chiquillo podía suponer que se perdiese, tragado por las tinieblas. Pero, por otra parte, poco va a poder hacer Europa con lo que ahorramos la otra madrugada.
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