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¿Cómo se llama el ruido que emite una pelota tras ser golpeada por una pala? El que lo escucha lo reconoce al momento. Es ... la banda sonora de las playas. Como los bolos en los corros. Solo que a este eco tintineante lo llamamos retinglar. Habrá que buscar un nombre para algo que es tan cántabro como el cocido montañés o el sobao y la quesada pasiega. En ningún otro lugar del mundo se juega así. Los griegos lo han adaptado. Las palas –que pesan la mitad– son de materiales sintéticos y la bola –que se puede mojar– de goma. Corre mucho más, es más exigente y espectacular a la vista. Pero no es el de aquí.
En la playa del Camello una pareja pelotea a esta modalidad mientras el resto, ajenos, continúan ensimismados con el ir y venir de la bola de tenis. «Hay que darle plano. Cuanto más, mejor. Yo, que también practico pádel, sigo cometiendo errores al tratar de cortar», explica Roberto Fernández mientras se seca después de un cole. «Es lo mejor de la partida, el bañito de después», ríe. Agustín Gandarillas lo hace a diario. Incluso cuando nieva. Fue portada de este periódico en febrero del año pasado. «Vino una ola de frío polar y la temperatura era de 3 grados, pero el agua estaba a 11. Tampoco voy a cambiar la rutina, ¿no?», explica. Sus compañeros de juego lo definen como «un fenómeno de las palas». «Mira, ésta me la hizo él», interrumpe Roberto. Agustín asiente y da detalles. «La mía pesa 570 gramos. Hay que aguantar dos horas dando palazos con medio kilo en una mano», afirma. Esta es una de las particularidades.
En su día, Mariano Pérez, el inventor de este divertimento a principios del siglo pasado, decidió cambiar las raquetas por un modelo silimar pero completamente de madera porque las pelotas con las que jugaba al tenis en la arena mojada rompían las cuerdas. Luego se mudaron a la arena seca, lo que varió el estilo. Se trataba de aguantar lo máximo posible la bola en el aire sin que cayese al suelo.
Uno pega fuerte y otro devuelve. Sin hablar se van invirtiendo los roles. Prohibido mover los pies. «Quien lo hace es porque le falta práctica», explica Agustín. Y la distancia entre jugadores depende del nivel. La suficiente para que la bola coja velocidad, pero tampoco demasiada como para perder intensidad. «No es un juego competitivo. Nos mueven las sensaciones. El cómo hemos jugado», asegura Juan, otro de los entusiastas que, en lugar de El Camello, le gusta El Sardinero. «Lo que más engancha es que solo piensas en dar o en devolver la pelota. No puedes distraerte con ningún otro pensamiento. A mí me sirve para evadirme del estrés del día a día», relata Paula en una pausa de la partida.
Aunque el juego en sí no ha cambiado demasiado, algún que otro avance se ha introducido. Se utilizan pelotas de tenis. Concretamente, la Tretorn Plus. «Es más ligera y nosotros incluso las pelamos para que ofrezcan menos resistencia al aire», dice Agustín. ¿Cuánto duran? «Depende», agrega. «Aquí, en El Camello, si se te escapa y pega contra el muro, pues te la puedes cargar en una mañana. Si no, pues un mes o un mes y medio», puntualiza. El gasto no es demasiado. Un bote de cuatro bolas de este tipo no supera los veinte euros. Las palas también se pueden hacer, como hace Agustín, a mano. «Vale cualquier madera menos el aglomerado. Con contrachapado salen bien», dice. Luego viene la forma y la longitud. Para mostrar un ejemplo –como se ve en la foto detalle– hace equilibrio con un dedo en el centro de gravedad. De ahí a los dos extremos debe haber la misma distancia. Y, como no le importa difundir sus avances, nos desvela algún truco. «En la empuñadura, además de encintarla, pongo este par de pequeñas trozos de espuma dura. Lo importante es que las vibraciones por el impacto de las bolas no pasen al mango ni a la muñeca. También hago un par de agujeros con un taladro para quitar algo de peso, pero no mucho para no debilitarla».
A los que les gustan las palas juegan todo el año. «Haces mucho deporte. Somos como una familia. Bajas a la playa, saludas y buscas compañeros para pasar la mañana. Como los que echan las partidas de cartas en los bares», cuenta Alberto. «Yo me las llevo hasta de vacaciones, cuando voy al sur. Allí les llama mucho la atención. Se paran y nos preguntan. Hasta nos sacan fotos», explica divertido mientras pelotea.
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