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Vamos a ponerle M por poner un nombre. Pues bien, a M se le coge el acento del norte de África cuando llevas un rato hablando. Lleva años en España y se le ha suavizado bastante. Los tres últimos, según cuenta, trabajaba de camarero en ... Cataluña. Tuvo problemas con los compañeros y le hablaron de un empleo en Reinosa. Se vino. El coronavirus le pilló por medio y adiós oferta. Dos semanas en una pensión y se acabó el dinero. Pasó por el piso de un conocido, pero también se acabó. Se vino a Santander. Más grande, tal vez más opciones... «No me acompañó la suerte». Así que M vive, por primera vez en su vida, en la calle. Desde hace unos meses. «La vida da vueltas».
Es una de esas otras víctimas del covid, de las que no se han contagiado. Cuenta que siendo extranjero y en la calle es normal que te pidan los papeles, que te paren. «Pero yo no he tenido ningún problema con la Policía». Su rutina por las mañanas, relata, es «repartir currículos por los bares». Y por la noche, buscar algún sitio. «No tengo uno fijo, donde sea». Sabe que hay toque de queda. «A las doce -hasta ayer- hay que estar escondido». Hoy será en un parque. Pero antes, a las once, ha quedado junto a una de las bocas del Pasaje de Peña con Jesús y Guillermo, los del programa 'Ola de frío'. Los de la furgoneta. Un café caliente -hace una noche de perros-, un bocadillo y un rato de conversación. Viene con otro compañero. Más joven, con más acento. «O voy solo o con él», dice M. El otro habla menos. Más desconfiado. Pero sí cuenta que estuvo trabajando unos meses descargando en el Barrio Pesquero y que pasó por el centro Princesa Letizia.
El programa no es nuevo. Ya van diez ediciones. Organizado por el Ayuntamiento de Santander, con el apoyo de Fundación 'la Caixa' y CaixaBank. Salen cada noche con comida, mantas e información (centros asistenciales, servicios sociales...). También con ese rato de charla. Los operarios conocen a las personas sin techo y esas personas conocen a los operarios. Ese factor es decisivo -y se palpa al ir con ellos en un par de encuentros-. Lo que sí es nuevo es la situación. Toque de queda. Por eso han tenido que adaptarse. Y ahora, con el nuevo cambio de hora, otra vez.
Jesús Fernández es un veterano. Lleva ya cuatro años con el programa. Explica que en las últimas semanas adelantaron el horario de salida. De las once a las diez. Las dos primeras horas van a los puntos en los que saben que hay personas. Hasta quedan con ellos. Una hora y un sitio concreto. «Y les hemos estado diciendo que se refugien lo antes posible para que no tengan problemas. Que no estén por la calle a la hora del toque de queda». Cuenta -y la Policía lo confirma- que no los tienen. Que si están en un lugar refugiados, los agentes no les dicen nada por el toque de queda.
«Para nosotros la Policía es un apoyo muy grande», insiste Jesús. A partir de la medianoche lo que hacen es una «búsqueda activa». Buscan y dan alguna vuelta más alejada del centro (que es donde se concentra la mayoría). Por si encuentran a alguien que no conocen. Ahora, con el nuevo horario para el toque de queda desde esta noche, la idea es seguir igual. Eso sí, llevan un par de noches avisando a todo el que se encuentran. Que ahora deben recogerse a las diez y que en esas dos primeras horas quedarán con ellos, pero tendrá que ser en el punto donde duermen o muy cerca. La pandemia les ha traído más cambios. Mascarillas, geles, distancia... Higienizar tras cada servicio, palillos para el café en sobres individuales.
«Yo llevo cuatro años y esto me gusta. Siempre pienso que igual las cosas cambian y alguna vez soy yo el que necesita ayuda. Los conozco y tengo confianza con ellos. En general están bien. Con pandemia o sin ella, la vida para ellos, por desgracia, es parecida. No es que haya mucha más gente en la calle, pero sí se nota una diferencia. Hay personas que se ve que tenían recursos. Que perdieron el trabajo, que han sufrido un empeoramiento de su salud porque han tenido más problemas con el tratamiento... Se nota y es una pena muy grande». ¿A cuántas personas están atendiendo? Pues estos días, a una media de 18 (es una cifra elevada, «pero el año pasado hubo alguna noche que atendimos a más de treinta»). Casi todos, en las calles más céntricas. «Antes también nos veíamos con algún peregrino en una parada de autobús, a veces por los barrios. Les ofrecíamos ir a dormir al centro o les dábamos algo caliente. Pero ahora todo eso ha desaparecido también».
Guillermo Rosado, su compañero, asiente. Lleva un mes, pero estuvo haciendo prácticas en el Princesa Letizia (desde allí se coordina el programa). En total son cuatro (dos salen una semana y otros dos, otra). Ahora ya no hay voluntarios -nuevas normas por los riesgos de contagio-. Y también les afecta el descenso de actividad de la hostelería. Además de las donaciones que hacen Café Dromedario y Sobaos Serafina, por ejemplo, hay establecimientos que echan un cable. El Rocamar, el Sol, el Dos Calles... «También ha bajado porque ahora su producción es mínima». Aún así, en el maletero hay bocadillos, pinchos, tortilla...
Lo cuentan entre parada y parada. Repasan casos y siempre por el nombre de pila. Fulano en el cajero, mengano en los soportales de tal iglesia... Ocupando por la noche algún espacio vacío. Con alguno quedan, por ejemplo, en los alrededores de la Cocina Económica, aunque no sepan exactamente dónde duermen (eso es lo que cambiará a partir de ahora). Se ven, les dan algo de comer, charlan y luego desaparecen entre la oscuridad.
Es lo que hacen M y su compañero. Tras la charla, se marchan. Jesús y Guillermo arrancan la furgoneta y tiran para un cajero de Isabel II. Dos personas duermen en el soportal (no en el interior) y han tapado los huecos laterales que hay entre columnas con mantas y cartones. Paredes contra el frío y contra el agua que se les mete si hay viento. Son dos conocidos, dos habituales. Uno español que ya ha salido otras veces en el periódico -pero que hoy está ya dormido- y otro búlgaro. Valeri. «Yo quiero dormir en un sitio». Se ríe con una carcajada sonora durante el rato de charla. Que si es de una ciudad a sesenta kilómetros de Sofía, que si se lleva bien con el compañero con el que comparte cajero... «Yo no soy un ladrón», dice cuando el periodista le pregunta si está teniendo problemas con el toque de queda o la Policía. Puede que no entienda todo el diálogo, pero cuando, para seguir rompiendo el hielo, alguien le cita a Stoichkov -hablar de un futbolista es un pretexto como otro cualquiera para charlar-, él saca a relucir a Lubo Penev (otro búlgaro). «Los dos son del 66, como yo -y es verdad que es la fecha-, pero Stoichkov tiene mucho más dinero», bromea antes de despedirse.
Otra vez la furgoneta, otra parada... Un chaval menudo. Aparece entre unos soportales y lleva una mochila. Con pinta de muy joven, del norte de África. Viene ya con prisa porque son casi las doce y tiene que volver al lugar donde duerme con otros compañeros. «Son -explica Jesús- un grupo. Muy jóvenes. Con nosotros son muy educados y se portan correctamente. Lo que les decimos es que no se metan en problemas. Intentamos llevarles por el buen camino». El chaval llena la bolsa, se pone la capucha (jarrea en ese momento) y desaparece calle abajo. Ya son las doce menos cinco. Desde esta noche tendrán que adelantar la hora.
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