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El cochecito de bebé donde fue trasladado el cuerpo de la mujer y las mantas que usó para tapar los cadáveres, Manolo Bustamante
El triple asesinato de una madre y sus dos hijos en San Román

El triple asesinato de una madre y sus dos hijos en San Román

Regreso al lugar del crimen (03) ·

En 1972, Domingo González mató a su pareja, al bebé de un año y al niño de siete en la conocida todavía como 'casa del crimen' y luego los tiró al mar, amarrados con cuerdas y alambres, cuerpos que descubrió días después un pescador de pulpos

Mariña Álvarez

Santander

Viernes, 7 de diciembre 2018

«Por Santiago Apóstol salí con mi marido, Julián, a segar con el ganado el prado que tenemos al borde del mar. Mi cuñado Emilio vino con nosotros y bajó a pescar pulpos. De pronto nos gritó: ¡Venid, venid a ver! Con el gancho había cogido lo que parecía un niño pequeño. Fuimos a ayudarle y sacamos también a un bebé, estaban amarraducos cara con cara... y en la poza de al lado sacamos del agua a una mujer. Los tres con los brazos en cruz, atados con cuerdas y con muelles de colchón. Luego supimos quiénes eran. Fue horrible, horrible (...)». Carmen Pérez, a la que todos llaman Mini, recuerda como si fuera ayer el macabro hallazgo del 25 de julio de 1972 en la costa de San Román de la Llanilla, en la zona de Peñas Blancas, entre el cementerio de Ciriego y las actuales antenas de RNE (entonces un puesto de telegrafía).

Carmen Pérez, en el mismo lugar en el que, hace 46 años, vio los cuerpos arrojados al mar por el asesino. Daniel Pedriza

Era una tarde con una pronunciada bajamar. Los cuerpos arrojados días antes se pusieron a 'tiro' del pescador. El autor del triple crimen, que a punto estaba de darse a la fuga en un taxi, pudo ser detenido a tiempo, en un caso que contó con la colaboración de numerosos vecinos de este barrio de Santander que aún se estremece al recordar lo ocurrido aquel verano. Existe, todavía, la casa en la que vivían las víctimas con su asesino. Le llaman, de hecho, 'la casa del crimen', y está al lado de la iglesia parroquial, cerrada a cal y canto.

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El santoral marca las fechas en la memoria de los habitantes de esta zona. «Fue por El Carmen cuando los mató», recuerda una mujer que vive justo en frente de la casa del crimen. Hacía poco más de un mes, «por San Pedro», que esta familia se había trasladado a San Román, donde habían alquilado una pequeña vivienda pintada de verde en el barrio de La Iglesia. Él era Domingo González Pérez, natural de Revilla de Camargo, de 46 años, «alto, moreno, muy correcto» -le describen- del que luego se supo que contaba con un amplio historial delictivo. Se había unido a Custodia Augusta Ferreira Rosa, portuguesa de 30 años, viuda desde hacía un año, «una chica delgadita, morena, muy maja, que por lo visto estaba embarazada», dicen. Ella tenía una bebé de un año, Raquel, y otro hijo de siete años, Luis, al que todos recuerdan bien, «venía muchas veces a jugar a nuestro patio». Todas las vecinas querían a esos niños. «Parecía una parejuca tan maja...».

Todo ocurrió en esta casa de planta baja, en el barrio de La Iglesia de San Román de La Llanilla. Daniel Pedriza

Sin embargo, pronto fueron frecuentes los gritos en aquella casa a altas horas. La niña lloraba mucho. Por la noche los vecinos miraban por las rendijas de sus persianas con el corazón encogido. A veces se escuchaban golpes… Ignoraban todavía que antes de amanecer la peor noche de golpes, la del 19 de julio, Domingo iba a matarlos a todos. Según la crónica del suceso publicada en El Diario Montañés, a partir de las declaraciones del asesino, se desencadenó una discusión porque Domingo reprochó a su mujer que pegara a Luis, un niño al que, por lo visto, quería mucho aunque no fuera suyo. Y fue por eso, según él, que pegó a Custodia y ella le amenazó a él con un hacha. Entonces, Domingo le golpeó con una silla en la cabeza, dejándola inconsciente. Al advertir que la mujer yacía en el suelo sin sentido, le rodeó el cuello con un cordel y la estranguló. Todo ocurría en presencia de los niños. Los pequeños se convirtieron en posibles delatores. La situación desbordó al homicida. Al percatarse de lo que había hecho, los apaleó con una madera hasta matarlos.

El hombre urdió un rudimentario plan para hacer desaparecer sus cuerpos y marcharse de allí, pero hubo numerosos testigos de cada uno de sus pasos

«Una mañana lo vimos sacar grandes bolsas de basura llenas de ropa y dejarlas en la esquina, donde pasaba el camión. Qué raro, pensé. La gente fue a preguntarle por Custodia y él dijo que se había marchado a Francia con los niños», cuenta Pili, que por entonces tenía unos doce años de edad pero que tiene marcado a fuego todo lo que pasó aquellos días. «Recuerdo asomarme a la ventana de la casa y verlo a él pintando una mesa y comiendo plátanos. Fíjate. Hasta me acuerdo de los plátanos». Otros también apuntan el detalle del pintado de los muebles y el fregado de las paredes de la vivienda, que luego se supo que hizo para borrar la sangre. Y el curioso dato de los plátanos lo aportan más testigos a este periódico, «hizo una gran compra, como si se fuera a ir a algún lado. Compró un montón de plátanos».

El traslado de los cadáveres en bicicleta

Pedro Soto

Pero lo que más llamó la atención de muchos fueron las idas y venidas nocturnas de Domingo en una bicicleta, del centro de San Román hasta el mar, portando extraños bultos. Al parecer, envolvió los cadáveres de los niños en mantas y los cargó en la bici la misma noche del día 19. Condujo kilómetro y medio por la calle Somonte y los tiró por el acantilado, con piedras amarradas para asegurarse de que se hundieran. Tuvo que hacer otro viaje para trasladar a la mujer. Dado su peso y tamaño, enganchó a la bicicleta la sillita del bebé y la metió dentro como pudo. Parte del cuerpo de Custodia iba arrastrándose por el camino. Llegó al mar, y la lanzó también junto con el cochecito. «Por aquellos años no había alumbrado público. Pero yo lo vi pasar y se lo comenté a mi marido. Mira este, qué hará por aquí con el carrito del bebé a estas horas», recuerda la propia Mini, cuya casa está ya muy cerca de la costa y pudo ver al asesino justo antes de arrojar el cadáver de la mujer. No fue la única que lo vio. «Esa noche se nos había atascado el baño y estábamos levantados. Lo vimos subir en una bici con un rollo grande atrás. Iba hacia la mar. Nos saludó. Nos extrañó mucho…», cuenta la familia que vive frente a la casa del crimen.

Esos cinco días que pasaron desde el crimen hasta que se descubrieron los cuerpos, fueron de mucho trasiego y mucho comentario vecinal. «Lo veíamos ir cada día en la bicicleta hasta el mar, a la zona de Las Muelas, donde antes se iba a lavar los caracoles para Navidad. Y en una ocasión también se subió al campanario. Lo vio la mujer que limpia la iglesia, porque para subir ahí hay que meterse por el coro. Ella le preguntó que a dónde iba, y él le contestó que 'a mirar'. Luego, cuando todo se supo, interpretamos que lo que hacía era vigilar que los cuerpos no salieran a flote».

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Pero no contaba Domingo con que las mareas vivas del verano iban a mostrar las pruebas de su delito.

Cuando Mini, Emilio y Julián sacaron los cuerpos del mar, subieron a la zona de las antenas y dieron aviso a la Guardia Civil del puesto de Monte. Al día siguiente, con los hechos puestos en conocimiento del Juzgado Militar de Marina, fue cuando se identificó a los muertos. Los agentes acudieron a realizar una primera inspección ocular de la casa y justo en ese instante Domingo se disponía a huir en un taxi, un intento de fuga del que fue testigo otro vecino: «Se iba a marchar pero le trabaron los guardias. Tenía el taxi en la puerta. Yo le dije a los agentes: ¡Aquel es!», relata, «y él gritaba ¡que no!, ¡que yo soy de Revilla!». Al principio negó ser el autor del triple asesinato. Por la noche, «más sereno, después del fuerte ataque nervioso que sufrió cuando le arrestaron, le mostraron las ropas recuperadas de las víctimas y confesó», cuenta la siguiente crónica de El Diario Montañés. La bicicleta apareció en un taller de Peñacastillo, donde la había llevado para reparar el piñón que se rompió durante el transporte de los cadáveres. Ya no pudo negar nada.

Semanas después, volvieron a ver a Domingo. Lo llevaron a San Román para hacer una reconstrucción del crimen. Ya no era el mismo. De aquel hombre alto y bien parecido que todos recordaban, vieron a un Domingo «encogido, arrastrado. Le habían dado bien de tela». Entró en la Prisión Provincial de Santander. No era su primera vez. Con antecedentes por robos y estafas, ya había estado preso en el penal del Puerto de Santa María y le constaba una fuga de otra cárcel junto con un condenado por asesinato. Nunca más se supo de él. «Años después me contaron que le habían soltado y que le habían visto merodear por aquí», dice Mini, «pero yo no lo vi».

Dos vecinos señalan la 'Casa del crimen'. Daniel Pedriza

Esta historia atroz ocurrió en tiempos de la búsqueda de El Lute tras su fuga de una cárcel durante un traslado. Estaban las fuerzas del orden público centradas en capturar al famoso delincuente, relegando a un segundo plano de la memoria colectiva un triple crimen como el perpetrado por Domingo González. De lo ocurrido en San Román ha quedado la casa del crimen y un recuerdo traumático en el pueblo. «Aquello se vivió con muchísima pena y mucho miedo. Pasábamos por allí y ni podíamos mirar para la casa», dice Pili.

Mini, que conserva una gran agilidad a pesar de sus 81 años, guía a este periódico por la abrupta costa hacia el punto exacto en la que el mar escupió los cadáveres. Extiende los brazos para abarcar lo que se ve, desde Las Muelas hasta la Punta de San Pedro, «a que es bonito San Román. Pero es muy triste lo que pasó justo aquí. Tengo una imagen en la cabeza que no me podré quitar mientras viva. Hoy es el día que recuerdo a aquellos niños…».

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